AERONAUTAS Y CRONISTAS

lunes, 6 de mayo de 2013

SUSTO DESPEGANDO DE EDR




ESTAR ALERTAS



En la escuela una de las cosas que más me gustaban era practicar en los simuladores de vuelo, por la precisión con que se podía hacer a punta de puro trabajo instrumental. Me asombraba que se pudiera volar de manera tan exacta usando solo indicaciones abstractas de los instrumentos que, para esa época, eran solo análogos. Por eso encontré la importancia del adecuado uso del, a veces, no muy ponderado “Indicador de Virajes”. Coloquialmente llamado “Palo Y Bola”. Me deleitaba haciendo virajes coordinados de un ancho de aguja a la velocidad de 3 grados por segundo, y sin derrape, con la esfera centrada en la ampolla del nivel curvo.



Luego, cuando hacíamos el vuelo nocturno instrumental, pero en condiciones meteorológicas visuales, uno de mis instructores me quiso demostrar, en forma real, la sensibilidad y la precisión de los instrumentos, haciendo un despegue nocturno con instrumentos. Nos paramos sobre la raya central de la pista. Debido a la oscuridad solo se pueden ver tres secciones de la línea blanca, si mucho, con el poco potente reflector del pequeño avion de instrucción. Yo ejecutaría el despegue usando la careta, que impide ver las luces y marcas de la pista. Tenía que mantener el avión alineado, usando los instrumentos, mientras él vigilaba, mirando afuera, la trayectoria.



Dudaba que pudiera sostener el avion dentro de la pista y, mucho menos, sobre la línea central. O como exigían algunos instructores, por el centro del línea central. Esperaba que pronto él tomara el control del avión por zigzagueo inadmisible. Así que recordé como lo hacia en el simulador y me propuse una carrera lo mas recta posible. Traté de corregir las más mínimas desviaciones sosteniendo la esfera dentro de las marcas y la aguje lo mejor centrada. Para ayudarme apliqué la potencia con suavidad. Con ello reducía la consabida desviación de ir a la izquierda producida por el monomotor, por el efecto del torque de las hélices dextrógiras, durante los despegues.



Estando en el aire, como a unos 150 pies, me dijo que levantara la vista y mirara la pista. Quería que viera como estábamos con relación a la pista y verificara la alineación. Me impresionó lo recto que estábamos y lo efectivos que eran esos instrumentos. El despegue había sido bueno.



Continuamos el vuelo instrumental nuevamente con careta, haciendo coordinados virajes, ascensos, tramos rectos, todo cronometrado, según lo habíamos antes programado. Hicimos una corta navegación por el Valle del Cauca, yendo a las áreas de instrucción y regresando. Cuando estábamos en la trayectoria de aproximación, nuevamente, me pidió quitar la careta y, finalmente, hacer un aterrizaje visual.



El estrés y el esfuerzo de concentración, de esa hora de vuelo me hicieron sudar a cantaros y me dejó exhausto. Me sorprendió como podía hacer un vuelo real seguro, nocturno, sin ver nada y solo usando la dirección, la velocidad, el tiempo y la altura, como únicos medios de navegación. La experiencia fue interesante pero con el tiempo la olvidé, por ser solo un ejercicio didáctico de no aplicación regular en la vida profesional de un piloto militar.



Años después, con un copiloto de pocas horas, ejecutábamos un vuelo nocturno desde Bogotá con un Aerocomander 1000. Llegando al punto de espera, comenzó una llovizna muy ligera. Iniciamos el despegue bajo condiciones normales. Habíamos alcanzado un poco más de la mitad de la velocidad para salir a vuelo cuando, repentinamente, ingresamos a una cortina de lluvia tan densa que, nos quitó totalmente la vista de la pista. No podíamos ver ni las luces del eje central ni las de borde de pista ni las marcas ni los avisos de las calles de salida. Mucho menos las del terminal ni las plataformas. La pista y todo el aeropuerto se desapareció completamente como por arte de magia. La ligera lluvia del comienzo de pista se convirtió, rápidamente, en un torrencial aguacero que caía sobre la mitad de la pista.



De inmediato, pensé en lo que seria más peligroso, si suspender o continuar el despegue, porque no tenía ninguna forma de saber si estaba alineado con la pista o íbamos hacia fuera. Tomé la última alternativa. Era más seguro, pronto alcanzaríamos la velocidad necesaria para despegar, que lograr una carrera de frenada confiable, sin ver donde estábamos ni para donde íbamos. Era factible, también, que una ráfaga, de esas consabidas cortantes de viento, nos mandara a una cuneta sin ni siquiera verla.

Pusimos el sistema auxiliar de ignición, por si el exceso de lluvia trataba de ahogar las turbinas o hacia expulsar la llama de la cámara de combustión, y seguimos adelante. 



Por un reflejo mental, recordé como podíamos seguir la trayectoria usando los instrumentos, como lo habíamos hecho en la escuela, en el simulador y en el mencionado vuelo real. Puse toda la atención en hacer que la guja y el nivel del indicadores de virajes se mantuviesen en sus marcas, con los planos a nivel, la nariz quieta y el rumbo exacto, Era la lo único que podíamos hacer para mantenernos en línea recta. Así lo hicimos. Al poco tiempo teníamos velocidad de despegue y salimos a vuelo, todavía en plena oscuridad y sin nada de visibilidad. Fueron momentos angustiosos pero concentrados sin pensar en nada más.



Procuramos hacer un despegue de máximo rendimiento para alejarnos del suelo y los obstáculos, en lo posible. No sabíamos si nos habíamos salido de la pista y podríamos andar por algún lugar inapropiado. Quizás, desviados demasiado sin saber cuanto, o estar sobrevolando los aviones que estaban en las calles de salida, en la pista paralela, las rampas del aeropuerto, el terminal o hasta la torre de control. Eso podría ser exagerado, pero ante lo desconocido todo era factible.



En la misma forma tan rápida como había aparecido la lluvia, esta desapareció. Fue igual como cuando el instructor me pidió quitarme la careta, después del despegue, años atrás. Nuevamente todas las luces que habíamos perdido y las referencias de tierra, aparecieron. Teníamos unos 250 pies sobre el terreno, estábamos sobre el eje central, bien alineados y habíamos consumido las dos terceras partes de la longitud de la pista. El alma me volvió al cuerpo y respiré profundo. El despegue había sido seguro.



La torre de control no estaba enterada que, un minuto antes, sobre la parte central de la pista se había desatado un fuerte aguacero. Ella podía ver las luces de las dos cabeceras y presumía que toda la pista estaba despejada y por ello no nos advirtió. Se lo reportamos y comenzó a prevenir a los aviones que en ese momento estaban próximos para aterrizar.



Supe cuan útil me había sido mi exagerado gusto por las lecciones de vuelo en simulador. El mismo que también usaba a manera de entretención durante los largos ratos de espera del turno de vuelo como alumno. Afición que los instructores de la sección de simuladores me patrocinaban porque sabían que me gustaba. Además, yo les ayudaba operando el equipo mientras ellos hacían las calibraciones, que eran muy dispendiosas con la tecnología de ese tiempo.



Eran equipos muy mecánicos, con sistemas neumáticos y la parte electrónica todavía usaba válvulas de vacío. Y bastante más provechoso había sido el despegue instrumental, con el instructor de vuelo real, en esa calmada pero muy provechosa noche, siendo alumno. Lo que había sudado de primíparo en esa ocasión, tendría su recompensa de profesional, sin haberlo premeditado ni previsto. Cuando nos salio lo que menos esperaba.



Años después, en un club social, de viaje, me encontré, una mañana, con ese instructor, que paseaba con su familia. Fue un cordial encuentro y charlamos sobre la vida de los demás compañeros que habíamos sido sus alumnos.

Yo le conté esta anécdota, que ahora es crónica. Quería hacerle saber lo útil que habían sido sus enseñanzas. El no recordaba ese vuelo en particular. Algo razonable dentro de muchos alumnos y menos durante tantos años como él lleva de ser instructor de vuelo.

Se sintió muy satisfecho que sus lecciones hubiesen tenido un efecto tan provechoso. Y, sobre todo, que se lo contara. Retroalimentación que no acostumbramos hacer en la medida en que las cosas se hacen corrientes. Nos distraemos con los apremios profesionales cotidianos y no sacamos las oportunidades para revivir las cosas positivas de la vida.



El me hizo salir, exitosamente, de lo que menos me esperaba y que tanto me asustó. Y yo le sorprendí, sorpresivamente, con esa inesperada experiencia que tanto le agradó.





Enero 2011