AERONAUTAS Y CRONISTAS

miércoles, 17 de abril de 2013

IDEAS RARAS


IDEAS RARAS

Intentar conquistar el aire tiene sus riesgos. Hay que superar obstáculos de todo tipo. Incluidos los que están lejos de los asuntos puramente aeronáuticos.

La reglamentaria evaluación que se hace a los alumnos, para ser graduados como oficiales en la FAC, implica ser competente en tres campos. El principal, la valoración militar, que es la formación profesional y por ello lo fundamental. Hay que ser Comandante cuya esencia es el uso de la autoridad. El segundo. El académico, donde se capacita como administrador o en una ingeniería. Porque es la habilidad para ser diestro dentro de la organización. Y el de la especialidad. Dentro de la cual está el pilotaje, entre otras, para emplear una sofisticada tecnología o sobre un aspecto especifico de la vida militar. Cuando se tienen dudas en lo aprendido por el alumno, en cualquiera de ellas, se siguen tres pasos con crecientes niveles de evaluación.

No calificábamos dentro de los alumnos brillantes, más bien regular. Lo confesamos sin hacer alarde sarcástico de la mediocridad, solo para hacer justicia a la verdad. Por ello, fuimos presentados a la última Junta Evaluadora para calificar el aspecto militar. Ella decidía nuestro destino profesional. No habíamos logrado la calidad mínima exigida en los asuntos militares, según las previas evaluaciones. En las otras competencias, la académica y la especialidad, los méritos eran satisfactorios, Por eso el caso se pasó al último y definitivo nivel, la Junta Evaluadora para graduación, como se llamaba, para discutir y decidir, sin apelación.

La Junta la presidía la máxima autoridad de la Escuela, el Director, quien tomaba la decisión de ser graduado o retirado de la vida militar. Como el titular no se encontraba, debió ser presidida por el Subdirector, que en ese momento era un oficial de grado Teniente Coronel. Los motivos eran la poca capacidad de mando, débil liderazgo, actuar en forma desacorde en el uso de la autoridad, actitud remisa para ejercer el rango y otras ideas relacionadas con las destrezas necesarias de un militar.
Esas no eran nuestras características ni el perfil, según los evaluadores, de quien, en el futuro, debía lograr obediencia sin restricciones, dominar la mentalidad colectiva de los subalternos y ser autosuficiente. Explicaciones que presentaron los superiores inmediatos con elaborados argumentos de mediano valor aparente. Mientras discutían esperábamos afuera del salón, donde se reunía el tribunal, con alguna inquietud, hasta cuando se nos llamaran a dar las explicaciones, como era el procedimiento.


SALA DE JUNTAS

La Junta estaba compuesta por el Mayor Comandante de Grupo de Cadetes. Un oficial de poca actitud y aptitud para ser el líder directo de los futuros oficiales que dirigirían la institución. Comportamiento que nos era evidente a los alumnos pero que respetábamos puesto que era el superior designado al cargo, así no demostrara liderazgo por merecimiento sino solo por nombramiento. Lo debíamos acatar así no fuese del agrado personal.
Por ello permaneció en el cónclave casi como convidado de piedra. Sin mucho que decir, ni en contra ni en favor del criterio del Teniente, quien era el Comandante de la Escuadrilla de la que hacíamos parte y quien no simpatizaba con nuestra forma de ejercer la autoridad.

Era de la especialidad de infantería. Rama donde, en ese tiempo, primaban y se tenía por méritos el uso de la mentalidad imperativa, los criterios de la rudeza del grado, la palabra brusca, el comportamiento agreste y hasta retrogrado con el subalterno. Muy aficionado a la actividad deportiva y muscular a la que daba mucho valor como preponderancia para la calidad militar. Fue quien estructuró la recomendación negativa para la Junta Clasificadora que decidiría. Además de otros los oficiales responsables del campo académico y el de vuelo.

Cuando se nos pidió pasar al frente del tribunal, ya teníamos la convicción de ser claros, precisos y directos en los argumentos. No podíamos desechar la oportunidad de evidenciar lo que, durante los años como alumno, no habíamos compartido porque era imprudente manifestarlo a riesgo de ser tenido como desadaptado y por ello no apto. Atrevimiento que nos costaría la aspiración a la carrera militar. En el caso de que fuésemos despedidos por decisión de la Junta dejaríamos, como mínimo, la inquietud de lo que no debía seguir sucediendo y debía corregirse. Corríamos el riesgo que las cosas, en lugar de salir a favor, agilizaran el despido. Nos llamaron y el presidente expuso lo que se acaban de discutir y pidió nuestra opinión.

Pensamos que la mejor estrategia no era descalificar a los detractores de nuestro desempeño, sino la de calificar nuestro comportamiento.  Comenzamos por decir que los superiores directos, que nos evaluaban de no apto, tenían toda la razón. Se notó en sus caras el alivio por haber encontrado una contraparte racional y sumisa a su indiscutible autoridad. Creyeron que la solución se las estaba facilitando y todo terminaría rápido, en los mejores términos.

Por el contrario, el Presidente de la Junta, puso cara de extrañeza. Eso no era lo acostumbrado en esas circunstancias ni toma de decisiones. Ni los argumentos de alguien que, se supone, debía defenderse a toda costa, incluida la vía de descalificar a la contraparte.
Interpeló para preguntar por qué creíamos en eso, que aunque les estaba agilizando el proceso, tenía la curiosidad de saber en qué nos sustentábamos. Dijimos que eso era lo que quería exponer.

“Siga González”, nos pidió en tono cordial. Continuamos diciendo que no calificábamos para la graduación porque habíamos sido evaluados sobre los parámetros del costumbrismo. Las rígidas e injustas normas no legales pero si vivenciales. Que para calificar se nos había exigido mandar con aspereza en la voz, con imprudencia en la actitud, usando el temor y las amenazas. En general, con procedimientos que, incluso, se aproximaban al campo del abuso. Que eso no era doctrinario ni reglamentario, más sí era en la práctica cotidiana. Que nuestros compañeros calificaban para la promoción por actuar como extranormativamente se les exigía, pero que se podía notar que hasta ellos fingían, porque sabían que si no lo hacían, no calificaban. Lo hacían por necesidad mas no por creencia doctrinaria

Que no habíamos querido seguir esa línea, aunque lo habíamos soportado en gran parte y habíamos preferido asumir el riesgo, como el que corríamos en ese momento. Pero que aunque practicábamos conscientemente esas malsanas costumbres y deformaciones del concepto del buen liderazgo y la justa autoridad, no las compartíamos.

Nuevamente intervino el presidente del tribunal, no enojado pero si inquieto, para preguntar como podía demostrar lo que estaba diciendo. Le dijimos que la prueba estaba presente. Que a esa Junta se había llevado un resumen del desempeño, y sugeríamos revisar, en detalle, la Hoja de Vida, que allí tenían. “Ya la he leído”, dijo el presidente.

Seguimos. En ella podía verse que en ninguno de los conceptos y valoraciones mensuales, durante los años de estudiante, no se había escrito que nuestros subalternos nos hubiesen desobedecido por insuficiencia o mal uso de la autoridad. Mucho menos se habían insubordinado por abusos. Ni se había plasmado, como defecto, que usáramos formas agrestes de autoridad. Aspectos que no podían consignarse en ella porque todos sabíamos que si lo hacían habría sido tan inapropiado como antirreglamentario. Sin embargo, si lo habían expresado en el concepto y el resumen final, el de último momento para la discusión de la Junta, mas no sustentado en la hoja de vida, meticulosa y periódica, que normalmente no se leía con detalle en ella.

Por ello calificábamos para el ascenso. Esa era la demostración del argumento. Que siempre habíamos abrigado la esperanza de que la institución trata a sus hombres con ecuanimidad y, por ello, que la institución nos reconocería la razón y la valides de esa forma de pensar que eran nuestras convicciones. De lo contrario habríamos pedido el retiro antes, por nuestra cuenta.

Las iniciales caras complacientes se estiraron más de lo previsto. Un momentáneo silencio se dio en el sacrosanto recinto. Y las miradas, que antes estaban todas en nosotros, cuando terminamos, se dirigieron al Presidente. Este, siendo un oficial inteligente, brillante y de inquietudes intelectuales, no desaprovechó la ocasión para saber de donde habían surgido esas tan “extrañas ideas”, como las calificó.

Si él no perdía oportunidad, nosotros tampoco. Podíamos dar una lección de cordura y evidenciar la fingida mentalidad y la hipocresía de la doble moral de quienes nos rechazaban. Y nos habían hostigado exigiéndonos usar la autoridad de manera imprudente con el uso abusivo y atropellador del mando.

Respondimos, que antes de ingresar a la Escuela Militar éramos más disciplinados que en la misma milicia. Incluso, que debimos ocultar esa cualidad porque no era entendible en el ambiente militar. El que habíamos encontrado en la manera de adoctrinar a los alumnos aspirantes a la profesión militar. Que el mérito se interpretaba con sumisión sin restricción confundiéndolo con la ciega obedecía debida. Que algo de nuestra inconformidad se podía  notar, porque acatábamos pero sin convencimiento. Y de esa forma habíamos logrado permanecer hasta ese momento.

Que habíamos sido, más que educados académicamente, formados espiritualmente por sacerdotes. Ellos nos habían inculcado la obediencia y la subordinación. Y el uso justo de la jerarquía y la autoridad por la vía de la “convicción” y no la de la “imposición”, como era lo acostumbrado en lo militar. Donde bastaba hacer lo correcto para ameritar. Como simplemente limpiando todo cuanto estuviese quieto y saludando cuanto se moviese.

Estábamos tan convencidos de lo inadecuado de esa doctrina que preferíamos pedir el retiro voluntario, para salir con la dignidad ilesa. Y si eso no era posible, incluso, el ser despedidos. Mas como considerábamos que la institución era ecuánime, nos reconocería la razón. Justicia que, desde antes de ingresar, prevalecía en la FAC. Y si en algún momento hubiésemos pensado que no lo era, no nos habríamos interesado en ingresar a ella. O nos habríamos marchado cuando descubriésemos que no lo era antes de la presente valoración.

Habíamos tirado todo por la ventana y nos habíamos lanzado al agua, apenas aprendiendo a nadar. Hablar así a los superiores era irreverente, imprudente, insumiso y hasta ofensivo. Mas el lúcido oficial, guardó la calma diciendo que era suficiente, que analizarían el caso. Nos ordenó salir y nos llamaría para la conclusión final.

No demoró y llamaron. Inició expresando que aunque la mayoría estaba de acuerdo en nuestra falta de idoneidad militar, él estaba en desacuerdo con la Junta y tomaba la decisión de que podíamos graduarnos. Era su responsabilidad profesional basada en su convicción personal, pero esperaba “que no lo hiciéramos quedar mal”. Que debía demostrar, con buen desempeño profesional, que esas “ideas raras” eran válidas.

Agregamos que no lo defraudaría. No en plural, como debió ser, sino en singular para enfatizar que era un compromiso personal, entre ambos, y no colectivo con el resto de la Junta, que estaba en contra de nuestras ideas. Así fue como iniciamos la vida profesional en el campo aeronáutico militar.


INGRESO DE UNA NUEVA PROMOCIÓN

Durante todos nuestros estudios, especialmente durante el bachillerato, tuvimos un conflicto entre lo real y lo académico. Teníamos aprecio por todas aquellas materias que eran de orden práctico, de rápida aplicación y de uso realístico, que produjeran efectos tangibles en la vida diaria. Por supuesto eran las cátedras técnicas y las ciencias exactas, como la física o la química. Aún hasta las artes manuales como la carpintería, la mecánica, la electricidad o la agricultura. Lógico que las  contrarias, las de conceptos puramente teóricos, analíticos, como la filosofía, el derecho o las ciencias sociales, no eran de nuestro agrado. Por lo vaporosas y ambiguas. Las dadas más a la dialéctica que es manipulable con destreza para confundir.

La contraposición se manifestaba en las buenas calificaciones en los temas preferidos. Donde era importante el conocimiento teórico pero solo hasta cuanto era ejecutable en la realidad en forma inmediata. Complacencia que no se daba en aquellos razonamientos que no tenían posibilidad de producir resultados tangibles. Y, por supuesto, de dudosa posibilidad en dar retribuciones económicas o de escalamiento social visibles.

Estudiábamos con detalle los temas agradables e ignorábamos los no tan agradables. El resultado eran las buenas notas en los primeros y malas en los segundos. Lo que nos colocaba en el estrato de los alumnos que sacaba calificaciones promedio y, en algunos casos, en los bajos. Lo confesamos con pena. no para hacer alarde de la mediocridad académica, como valor personal, sino para hacer honor a la verdad de nuestra deficiencia personal. Siempre nos ha sido difícil aprender cuando no entendemos plenamente las razones que fundamentan las ideas. Además no somos hábiles en comprender rápido, como los alumnos simplemente memorísticos para cumplir con una nota, que resaltan por ser inteligentes.

Por supuesto que ese conflicto en la forma de pensar, durante los seis años de bachillerato, comenzaron a darnos dudas sobre la posibilidad de ejecutar con éxito una carrera universitaria. La necesaria para alcanzar un diploma o certificado profesional de la cual poder vivir con dignidad. Entonces, en los últimos tres años, aun en contra de nuestro gusto interior, nos dimos cuenta que teníamos que alcanzar mejores niveles escolares que los obtenidos en los años anteriores.

Aun con esa lucha interna  logramos buenas calificaciones cuando terminamos la educación media. Las qué posteriormente nos fueron de utilidad para ser admitidos en la academia militar.


FORMACIÓN DE CADETES

La aspiración fundamental era la de poder estudiar la sofisticada profesión de la ingeniería aeronáutica lo cual sería imposible porque la familia no tenía los recursos económicos para pagar esos costosos estudios. Los que se hacían en el exterior porque no los habían en las cátedras universitarias del país. Pensamos en estudiar algo próximo, como el pilotaje, pero ni aun así era posible. La única alternativa era la Aviación Militar que por ser subsidiada por el estado si era posible. Al menos de las muy generosas y humanitarias tías que disponían de recursos económicos y querían ayudarnos, además de tenernos aprecio.

Pero eso implicaba aceptar la profesión militar sobre la cual no teníamos ninguna aspiración, menos provenientes de una rica formación religiosa en temas humanitarios y de sensibilidad social. Donde lo primaba la mansedumbre del espíritu, la tolerancia y demás virtudes del alma. De tal manera que debíamos aceptar nuevamente otra contradicción, aun mayor, si queríamos seguir el proceso de cualificación personal y escalar la pirámide de la estratificación social. Pues así lo hicimos. Y los resultados académicos anteriores fueron de mucha utilidad para ser admitidos en la academia de Aviación Militar.

El conflicto en el campo militar fue mayor. En ese tiempo el contenido temático militar daba ponderación a las capacidades físicas sobre las justificaciones intelectuales. No porque ellas no lo tuviesen, como descubrimos después que si existían, sino por el pobre conocimiento sobre la ciencia y el arte militar doctrinario de los instructores. Además de su débil capacidad pedagógica. Por ello pretendía hacernos ver que la destreza militar no estaba fincada en el conocimiento sino en la capacidad física. En lo material antes que lo intelectual.

Aunque tampoco faltaban disgustos con materias que veíamos casi que inútiles para la profesión. No porque no tuviesen valor como cultura universal, sino porque el restringido margen de empleo. Entre esas estaban el estudio del idioma francés. Había sido implantado por exigencia de esa nación porque debido a nuestra pobre tecnología habíamos tenido que comprar aviones supersónicos de combate a Francia. Los manuales y la literatura relacionada estaban publicada en francés. Documentación que ellos debieron traducir al español cuando aspiraban a que los eligiéramos como proveedores de sus equipos.

Esa nación se había aprovechado de nuestra necesidad para hacer transculturización de idioma y de la forma de pensar. Lo que nos era evidente. Cultura que aunque buena en algunos aspectos eran innecesarias en muchos otros para nuestro medio e idiosincrasia. Además de una restringida utilidad pues sería solo aplicable a un pequeña grupo de los alumnos que llegarían a ser parte de la exclusiva elite de pilotos de esas aeronaves. En especial la odiosa psicorrigidez innecesaria de los profesores galos autoritarios, fríos y acerados. Pedantería que ofendía. Era evidente nuestra dependencia por la vía de tecnología militar ante nuestra total ausencia de autosuficiencia.

Estábamos repitiendo, sesenta años después, los mismos conflictos presentados a comienzo de siglo cuando fueron contratadas las comisiones extranjeras para la profesionalización de los militares de carrera en Colombia, después de la nefasta guerra de los mil días. En especial en1907 cuando el general Rafael Reyes fundó la Escuela Militar en Bogotá. 
Entonces la rebeldía cerebral nos inducía al aburrimiento. Lo que fue notado e hizo que fuésemos calificados de alumnos inferiores al promedio.

Aunque de todas formas logramos calificar para graduarnos al ingreso a la carrera militar profesional. Posteriormente nos fuimos interesando por otros conceptos. Con más libertad, decidimos estudiar otras materias que eran complementarias a la actividad militar. Como por ejemplo la administración de empresas y la ingeniería aeronáutica pero ya como estudios de autoformación y no tanto de los reglamentados dentro de los cuadriculados esquemas académicos universitarios militares. Cuando lo que apremia es obtener títulos profesionales como recurso de vida. Con la paga militar solventábamos nuestras necesidades. La profesión militar ya nos podía facilitar el satisfacer la curiosidad intelectual. Sin depender de los títulos académicos y con diploma para buscar una plaza laboral.

Nos exponíamos, dentro de nuestro entorno profesional, a ser vistos como “mentalidades intelectualistas o eruditas”. Que por supuesto y en contraparte no lo suficientemente fieros guerreros ni aptos para el combate. Como se acostumbró con las generaciones de oficiales que fueron saliendo de la Escuela Militar después de su fundación en 1907. Eran, según los anteriores a ellos los de mentes distantes de la que se consideraba la adecuada actitud militar. Porque los calificaban peyorativamente y de manera burlesca de los “filosofistas”. Los que los situaba en el lado de los no tan aptos puesto que se suponía que para ser militar debía primar el coraje, la osadía y las muestras de disciplina, antes que el buen desempeño académico.

Con el tiempo nos fuimos interesando más por los asuntos teóricos de la vida militar. Encontramos empatía entre la gerencia y la administración empresarial con lo que era el manejo de los recursos militares. Más desde el punto de vista gerencial qué puramente el militar. Que se requieren conocimientos tanto de manejo logístico como el de las operaciones. Pues, según la historia, las fuerzas militares antiguas fueron las creadoras de la ciencia de la administración moderna. Como fue el caso de los grandes triunfos de Alejandro Magno a quien se le considera el creador de la ciencia de la logística. En especial por la vía marítima que con las flotas seguía las costas por donde avanzaban los ejércitos.

Encontramos que dentro de la vida militar hay mucha tecnología y por eso se nos fue haciendo de nuestro mayor interés. Donde hay un bagaje de conocimientos de amplio espectro muy interesante y acorde con nuestra forma de pensar. Los que, en un comienzo, no nos fueron enseñados. Con el tiempo nos fueron revelados y se nos fueron haciéndonos gratos. Por ello, aprendimos a valorar y querer lo militar. Lo que no nos atraía tanto cuando ingresamos.

Porque además de los conocimientos técnicos también aparecieron los filosóficos y sociales de la vida, la cultura y la doctrina militar. Ideas raras que visualizo el presidente de la Junta evaluadora que debía decidir si podíamos ser oficiales de la Fuerza Aérea Colombiana. Cuándo nos calificó de personas con “ideas raras” que para nosotros fue más una valoración positiva que un demérito personal. Y no porque estuviésemos tratando de sacarle ventajas y provechos a un momento coyuntural de nuestra vida y o a la adversidad que nos podía arropar en ese instante, sino porque estábamos evidenciando la verdad. El tener ideas raras.


GENERAL MANUEL JAIME FORERO QUIÑONEZ

Casi 20 años más tarde, con grado de Mayor, del rango intermedio denominado de los Oficiales Superiores. Regresamos a la misma Escuela Militar de Aviación, ya como instructores de vuelo, lejos de ese tiempo de alumnos. Un día salimos a recibir a un alto oficial, quien llegaba desde Bogotá. Resultó ser el mismo que nos había decidido la  suerte en la Junta. llegaba en visita protocolaria. Tenía el máximo grado como distinguido General y ocupaba el más alto cargo militar en la cadena de mando del país. El de Comandante General de las Fuerzas Militares de Colombia.

Al bajar del avión y en la medida en que pasaba por el frente de la línea de recepción, con su asombrosa memoria, correspondía a los saludos por el nombre de cada uno. Cuando llegó frente a nosotros lo saludamos militarmente. Nos estrechó la mano y, sin soltarla, se detuvo para de decirnos algo antes de continuar. Con voz clara nos preguntó con curiosidad.

¿González, usted todavía está en la Escuela? Respondimos que habíamos estado  en otras bases áreas pero que hacía poco habíamos regresado.

¿Y todavía tiene esas “ideas raras”?
Nos sorprendió con algo que habíamos olvidado. De inmediato, recordamos lo que había dicho en esa lejana ocasión. El reto que nos había lanzado y el que habíamos aceptado. Le dijimos que no las habíamos cambiado.

“Usted ya es oficial superior. Eso indica que no me ha hecho quedar mal”. Y, en tono más ligero, como a manera de concejo y secreto personal, agregó. “Siga así que usted tenía la razón”.

Y continuó saludando al resto que esperaba. Los demás asistentes estaban extrañados de la repentina e inusual charla. Ellos presumían, como es lo corriente para estos casos, que debía estar haciéndonos alguna exigencia o recriminación profesional y nada sobre algo personal. Pusieron atención pero sin lograr comprender de qué se trataba.

Después, en una reunión social, los compañeros revieron el tema del inesperado dialogo con el alto Comandante. Preguntaron sobre que se había tratado y les contamos esta larga anécdota. Les pusimos en evidencia que si habíamos podido demostrar que era correcto lo que pensábamos, no era tanto por meritos. Era porque él era un oficial que sabia decidir de manera lógica, mandar con argumentos motivados y con inteligencia. También era un Comandante que sabia asumir responsabilidades. Aun en contra de los pronósticos de sus asesores, había obrado basado con justicia institucional. Más por lo racional que por lo emocional.


INSTRUCTORES DE VUELO

Por este asunto militar fue como, luego, experimentamos las aventuras aeronáuticas, que compartimos en este blog.

Buen vuelo y favorables vientos, Ícaros Aeronautas.

Cordialmente: Coronel Iván González