AERONAUTAS Y CRONISTAS

jueves, 10 de mayo de 2018

24. ENTRE LEONES Y RATONES


24. Los arrieros. Un mes después llegaron dos arrieros que solicitaron hablar con nosotros. Los atendimos. Parecía no tener ningún tema específico que tratar. En la conversación sobre el motivo de sus correrías por esas regiones nos contaron que prestaban el servicios de sacar cargas, por las trochas, de maíz y yuca. De seguro que también, de regreso, insumos químicos para los laboratorios de coca.
Lo normal era que este tipo de personajes no se aproximaran a la instalación militar sin ningún propósito especial. Si la hacían por su cuenta corrían el grave riesgo de ser vistos por los insurgentes como colaboradores y de ser informantes de los militares. De tal forma que eran más simulados agentes enviados a recopilar información de nuestras instalaciones, recursos y actitud.

Mulada de arriería
Comentaron que, una noche, estaban a unos 12 kilómetros y habían escuchado fuertes explosiones. Sus mulas se habían asustado y trataron de huir. Pensaron que nos habían atacado y que habíamos tenido un combate, aunque todo parecía estar normal. Que éramos amigables y que no teníamos prevenciones extraordinarias con los extraños. Más bien bastante confiados. Supuestamente, ellos venían a advertirnos de una factible amenaza porque nuestros enemigos andaban por los alrededores. Entonces ellos estaban de nuestra parte y querían ser nuestros auxiliadores e informantes.
La misma amenaza que nosotros conocíamos mejor que ellos, que nos creían desprevenidos y que necesitábamos se nos hiciera el favor de la advertencia. Porque, según ellos, El Mocho, uno de los alias del jefe de la cuadrilla porque le faltaba un dedo de la mano, era hombre altanero, aguerrido y con deseos de mostrarnos su poderío. El mismo que años después fue dado de baja pagando su atrevimiento. Así que su actitud era valiosa y por eso apreciaríamos su amistad. Eran arrieros y como tales de astutos no les faltaba nada.
Lo que querían era verificar cuánto miedo esa información nos causaría y nuestra reacción por el ofrecimiento y el servicio prestado. Otro asunto era que los cabecillas de su sector pensaron que otra cuadrilla nos había atacado sin ellos saberlo y necesitaban una verificación positiva para resolver la duda.
Observamos que había desconfianzas entre los jefes de cuadrilla. Pensaban que era factible que se hubiese cometido una falta contra la autoridad del máximo cabecilla por parte de algún subalterno que había ejecutado operaciones ofensivas sin su consentimiento. O como mínimo el haber podido participar en ella para ganar méritos ante instancias superiores. Celos guerrilleros y competencia por alcanzar preponderancia interna grupal. Algo importante dentro de su jerarquía de su mando.
Intercambio de mensajes. Si eso no era así, era que teníamos una capacidad de fuego defensivo tan alta que nos podíamos darnos de lujo de gastar munición de artillería por simple entrenamiento. Entrenamiento que resultaba igualmente disuasor, como así lo fue. Uno de los efectos buscados con esos ejercicios. Porque también constantemente nos estaban haciendo llegar mensajes subliminales e indirectos, para apabullarnos y mantenernos restringidos en nuestras operaciones y confinados dentro de las instalaciones por temor.
Además de las frecuentes advertencias que provenían de escalones superiores que nos mandaban a manera de alertas, que no necesitábamos y conocíamos mejor que ellos, de factibles ataques. Pero el real propósito era el poder tener un argumento de disculpa si esos ataques factibles llegaran ser realidad y por tanto el disponer, de antemano, de la jofaina donde lavarse las manos al estilo Pilatos. Porque nos lo habían advertido con tiempo. Una cacería de indulgencias con disparo al aire y al azar.
La autoprotección por si acaso. La culpa seria nuestra, según ellos, por no haber hecho los esfuerzos suficientes para evitarlo que, en la realidad, es un imposible absoluto. Porque la doctrina imperante era la de que nunca a nadie se le hace un elogio por salir bien librado en un combate donde no se ha dejado vencer. Sino siempre deméritos por no impedirlo.  La persistente picardía de los prevenidos a costa ajena. Porque lo más importante para ellos es la autoprotección adelantada a costa de la desgracia ajena, enmascarada en cordiales actos fingido de amistad y lealtad.
La costumbre del EMC donde se especulaba en todo y de todas las maneras. De de esa forma se está más seguro que en ese amplio abanico de posibilidades enumeradas. Donde, con alguna de las alternativas, se acertaría salvando con ello el pellejo. No estaban en guerra nacional sino en acciones de salvamento particular 
Por eso cuando sufrimos la desgracia de Las Delicias nuestra actitud no fue la de recordarles que lo habíamos evidenciado antes y se lo habíamos recomendado, como ya dijimos, sino la de ayudar en cuanto podíamos por lealtad sincera y por deber imperativo. Las responsabilidades eran de otros. No la nuestra. Lo que no hicimos usando el malabarismo de las las instancias de la suerte, que tanto hemos criticado, sino con argumentos razonables y creíbles que, luego, la realidad los confirmó. 

Igualmente pedimos cambiar las reglas sobre los bombardeos aéreos sin reclamar sobre el que se nos había negado, como lo contaremos. Y si ahora lo rememoramos es por hacer honor a la realidad de lo acontecido nacional, mas no la de depreciar en lo personal. Nuestros compañeros necesitaron ese combate de Las Delicias, era apoyos y no reproches.
La respuesta para el bandolero. Los arrieros preguntaron si habíamos sido nosotros los que bombardeamos y se lo confirmamos. Eso nos indicó que, como mínimo, en un radio suficiente habíamos impactado con nuestra práctica de bombardeo con morteros. Los que hacían muchos años no se usaban. Antes no se habían interesado en averiguar a cuanta distancia se podía crear impactos sicológico, además del alcance real de las armas.
Ellos lo confirmaron. De esa forma se cumplieron nuestros deseos de demostrar con realismo que teníamos armamento de mediano alcance nocturno y que estábamos no solo dotados sino dispuestos a emplearlo cuando fuese necesario.
Una defensa pasiva en profundidad efectiva para causar efecto disuasor. Creemos que los arrieros debieron ser enviados por el enemigo para confirmar positivamente si era real esa capacidad. Hay circunstancias en que no solo es necesario saber volar los aviones sino hacer volar correctamente la artillería.
Emplazamiento en trinchera
Otra práctica. Para confirmar que los errores anteriores se habían corregido, ordenamos una tercera práctica. Ya no sería hacia la orilla opuesta y selvática del río Orteguaza sino hacia el sur. Desde un emplazamiento próximo a otro alojamiento de soldados. En esa dirección solo se tenía el cementerio de la unidad y el habitante más cercano era un colono que estaba por fuera del alcance de las armas.
Los preparativos. Se dieron todas las instrucciones y las órdenes necesarias para que no hubiesen merodeadores imprevistos y se declaró el área estéril, en la fecha y horas prefijadas. Las que fueron difundidas con mucha antelación, repetidas veces, y por todos los medios de comunicación.
Ordenamos calibrar las armas para que los impactos dieran en un blanco específico. Ajuste que verificamos con detalle encontrando que habían sido preparadas según los cálculos de las tablas de disparo. Tanto en ajuste da ángulos de elevación, azimut, cargas de impulso y con granadas de combate activas. Por ello sabíamos con precisión dónde sería el impacto.
En los ensayos anteriores habíamos preferido el uso de lotes de munición con fechas de vencimiento ya sobrepasadas. El fin era deshacernos de esas cargas por fuera del tiempo de confiabilidad dado por el fabricante, hacer una prueba de cuanto más podían seguir siendo activas, después de ese tiempo, y entrenar al personal. Esa fue la razón por la cual las hicimos sobre la zona selvática en donde no había nunca presencia humana. De tal forma que no había peligro alguno si una ojiva no se activara. Era un sector declarado como polígono militar. En ese lugar solo había esporádica presencia de monos aulladores que, en algunas ocasiones, hacían un gran ruido.
Extraño intruso. Cuando estábamos próximos a dar la orden de iniciar los disparos. Repentinamente se nos acercó uno de los empleados civiles, que supuestamente estaba de curioso en el lugar, porque el entrenamiento era solo para personal militar, a preguntarnos si verdaderamente ejecutaríamos la práctica. Se nos hizo extraña la pregunta por parte de alguien no llamado a participar y sin motivo evidente para ponerlo en duda en el último segundo.
Le preguntamos la razón de su inquietud y nos mostró cómo en ese momento y por el sector hacia donde caerían las bombas, surgía detrás de algunas malezas, en donde había permanecido oculto hasta ese instante, una persona que conducía uno de nuestros tractores agrícolas. El mismo que poco usábamos para podar los prados dizque porque siempre se mantenía malo y escaseaba el combustible. Pero en ese justo momento operaba perfectamente. Al menos para transitar. Porque, en ese lugar, no cortábamos malezas y menos ese día.
La duda. Preguntamos de quién se trataba. No era el operador asignado y habitual para cumplir esa función de mantenimiento de prados.
En ese lugar no se utilizaban los tractores porque no era área de prados, no teníamos ningún cultivo ni pensábamos hacerlo. Un empleado que no acostumbraba y menos usaba ese equipo en sus deberes profesionales. Era un día no laboral y, por ello, sí que menos debería estar haciendo presencia en el área. Además de las prohibiciones de mantener deshabitada el área y que contaba con un espontáneo auxiliar, que nos advirtió de su presencia.
Nos sorprendimos con ello. Todas las advertencias se habían difundido y confirmado su recepción con antelación. Contuvimos la orden de iniciar los disparos para hacer una verificación más positiva. Efectivamente, sin ayuda de anteojos pudimos ver que el empleado estaba transitando usando el tractor, sin que nadie se lo hubiese ordenado, por uno de los linderos de la Base y a la vista de todos nosotros con clara intención de hacerse visible.
Estaba a media distancia del punto de impacto calculado y en la trayectoria del disparo. Así que de haberse hecho el primer disparo no era posible que fuese víctima ni sufrido daños colaterales. Estaba por fuera del radio y cono de acción efectivo de la explosión. Aunque podía sentirla fuerte. 
Las granadas vencidas ya habían sido usadas y estas eran completamente confiables. Parece que él sabía que estaba corriendo alto riesgo previsto y que también sabía que en su poción no corría mayor peligro. Él había calculado lo que hacía.
Todo resultaba demasiado extraño y totalmente incoherente e injustificado. Era una circunstancia plenamente irregular considerando las advertencias hechas. Pensamos que debería existir alguna razón para tantas y tan poco factible coincidencias. Ignorábamos completamente y no sabíamos, en ese momento, cuál era la explicación. Aunque albergamos una ligera sospecha, así fuese muy poco factible.

Tractor podador
Tomando una decisión. Ante tal panorama de cosas parecía muy evidente que se trataba de impedir que siguiéramos haciendo las prácticas de bombardeo. Por ello dejamos en suspenso la orden de disparo.

Mas, debía hacerse algo para dar una lección. No podíamos permitir que se nos limitara el uso del armamento y se pusieran en duda nuestras órdenes. Queríamos mostrar la determinación de, como mínimo, dar una fuerte demostración de lo que podía ocurrir si se continuaba tal actitud. Que éramos decididos y no había posibilidades de amedrentarnos con esos comportamientos.
Teníamos la responsabilidad de evitar que si ordenábamos a un subalterno iniciar los disparos, y acontecía una desgracia, tanto él como nosotros nos veríamos expuestos a una grave acusación por uso indebido de las armas de manera consciente. Ya no podíamos dar esa orden a nadie.
Lo hicimos. Tomamos la primera granada que habían preparado, la pusimos en la boca de una de las armas y la soltamos para activar el disparo. Salió de inmediato y con bastante angustia seguimos su trayectoria. La que era visible como un minúsculo punto negro que volaba, a gran velocidad, en contraste contra un cielo de fondo encapotado con un techo de estratos de niebla, como a mil pies de altura, que había ese día.
Cuando el intruso escuchó el disparo, se bajó al instante del tractor y se tendió en el suelo debajo de la máquina. unos segundos después, se escuchó la estruendosa detonación  donde lo habíamos previsto. lA otro lado y a la misma distancia entre nosotros y el entrometido. Es decir que él estaba ubicado exactamente debajo del punto más alto de la parábola que describió el proyectil. Dimos el espectáculo que necesitábamos para demostrar lo que pensábamos cuando tomábamos decisiones, que no se podían burlar ni impedir.
Sin más preámbulos, ordenamos suspender el ejercicio, desmontar y almacenar las armas. Y comunicarle al empleado que pasara el próximo lunes, en horas de la mañana, por nuestra oficina a una conversación. Nos marchamos bastante incómodos con lo que habíamos tenido que hacer.
Los presentes quedaron extrañados con nuestra actitud pero con la convicción que éramos decididos y sobre la forma de cómo abordábamos nuestros asuntos de comando cuando era indispensable mostrar firmeza absoluta.
La conversación. Antes de la conversación indagamos al departamento de inteligencia sobre la confiabilidad del sujeto y se nos indicó que también existan sospechas. No lo suficiente confiables como para que se hubiese ameritado que se nos informase, aunque le hacían seguimiento. Con lo sucedido ya eran mayores las dudas, más no confirmables.
Tuvimos una conversación corta. De primera mano le dimos la oportunidad de presentar su apreciación sobre lo que habíamos hecho. Nos expresó su disgusto por el gran peligro al que lo habíamos expuesto, según él, sin justificación y menos habiendo sido evidente su presencia. Preguntó sobre lo que habríamos hecho si hubiese salido muerto. O que estaba en posibilidad de levantarnos una acusación penal por haber intentado asesinarlo.
Le contestamos que lo sabíamos y estábamos acostumbrados a correr peligros profesionales. Ese había sido solo uno, entre muchos, de los corriente de los que nuestro cargo actual y los anteriores, la profesión nos había demando. Como los asumidos durante nuestro desempeño como pilotos. Donde habíamos corrido bastantes volando aviones viejos. Que, mejor, aprovechara la oportunidad de decir lo que pensaba sin necesidad de hacer más preguntas, pues no teníamos disposición de someternos a un interrogatorio acusador. Que esa respuesta había sido solo por ser la primera y como simple cortesía de nuestra parte.
Lo dejamos desahogar sus sentimientos aunque fue parco en apreciaciones. Deseaba terminar pronto la charla. Cuando consideró que había terminado, mostró intención de marcharse levantándose y despidiéndose. Parecía como si desde antes de entrar lo que esperaba era una reprimenda inmediata y no lo dejáramos hablar.
Había sido todo lo contrario, se le habían acabado sus ideas y no lo habíamos interrumpido. Fue recibido con una inquietante escucha inesperada de nuestra parte. Eso lo incomodaba. Además no había previsto el tener que pedirnos nuestro punto de vista.

Disparo parabólico

Nuestros conceptos. Le pedimos el favor de no marcharse y de escucharnos en la misma forma como lo habíamos hecho con él. Por ello debió quedarse y esperar para ver qué diríamos, aún en contra de toda su gran mortificación e ira reprimida. Él sabía perfectamente, que de no hacerlo, se evidenciaría su actitud completamente adversa a nosotros. Lo que le era desfavorable.
En caso de ser despedido de su trabajo por lo que hizo y por su comportamiento ante esta conversación, se descubriría plenamente como parte del lado de nuestros enemigos. 

Además de no poder seguir siendo un infiltrado conveniente a ellos e inconveniente a nosotros. Alguien que sacaba doble partida. Y la pérdida de la posibilidad de seguir estando oculto, nuestro enemigos, se lo cobrarían. No le quedaba más alternativa que la de estar, así fuese a la fuerza, de nuestro lado. El otro si le era peligrosamente fatal. Sacábamos provecho de la crueldad del enemigo para con sus propios aliados.
El manejo mental. Para impresionarlo más, guardamos un corto pero prudente silencio antes de empezar a hablar. Teníamos que mostrarle que no lo haríamos con la emoción sino con la razón. Porque no era un asunto personal sino institucional y profesional. Y que, si de todas formas quería irse, le estábamos dando la oportunidad de reflexionar y escoger entre salir o quedarse. Si no partía era porque había admitido nuestra solicitud. Que había elegido someterse a recibir lo que él esperaba desde el primer momento cuando entró a la oficina. Es decir, un fuerte regaño.
Al quedarse estaba expresando, con su comportamiento, su aceptación a escuchar lo que diríamos, así fuese un suplicio. Solemnidad y diplomacia conveniente en tales circunstancias para dejar claro, con lenguaje actitudinal, quien tiene el control y la fortaleza en la situación. Lo que, del otro lado, resulta en debilidad para el interlocutor. Aunque no era una contienda bélica había que aplicarle algo de sicología de combate.
Le mostramos los detalles, anteriormente enumerados, como fundamento de nuestras dudas. Los que indicaban que él se estaba descubriendo como un foco de amenaza para nuestra seguridad interna. Quiso refutarnos cuando solo habíamos dicho unas pocas cosas. Levantamos la palma de la mano, a manera de indicarle que se detuviera y lo hizo. Con prudencia le dijimos que lo habíamos escuchado y ahora le correspondía darnos la misma oportunidad. Queríamos ser cortos y tajantes.
La oportunidad. Por incontenible reflejo nuevamente interpeló. Solo quería saber que haríamos. Habíamos puesta la regla de no preguntar pero la violó. Quería llegar al final pronto y saber la conclusión. Debía ser sobre su situación laboral, que es dinero y eso es lo único que le importaba ,como persona elemental e intrascendente.
Para no ser intransigentes, le dijimos que nada. Que podía seguir de empleado de la Base sin que sufriera ninguna sanción laboral. Aunque lo vigilaríamos con mucho detalle. Quizás tanto que se sentiría tan supervisado, de una manera tan estrecha y cercana, que de seguro le resultaría mortificante. Que podía asumirlo como acoso sicológico laboral. Lo que aceptábamos como otro riesgo adicional a los mencionados, pero insignificante e inevitable de la profesión. Estábamos dispuestos y entrenados para ello.
Y que para él si era lo mejor que le podía suceder. Para nosotros también. Pues aunque era un punto débil en nuestra institución, era mejor tenerlo bajo control y verificación, que no actuando a su libre albedrío y fuera de nuestro dominio. Tampoco podía pensar en una posible retaliación personal de nuestra parte, considerándonos como si fuésemos sus enemigos, puesto que no era nuestro talante. De esta forma nos dio la oportunidad de aproximarlo al plato fuerte.
El núcleo del asunto. Que de quien debería temer, en ese sentido, era de sus amigos que de muy seguro le estaban queriendo cobrar el haberse descubierto y el de no haber podido cumplir totalmente la misión encomendada. La de impedir totalmente el disparo de nuestras potentes armas, que tanto impresionaban a la población de la región y a la que ellos tenían que mantener bajo su dominio.
Pues ella es como el agua al pez. Si le falta se muere solo. Impacto que les era muy desfavorable pues ellos no podían hacer demostraciones de fuerza de esa magnitud. Ellos también habían dispuesto sus vigías y habían escuchado la detonación de la granada. En la misma forma como lo hicieron los arrieros. Ya deberían haber dado sus informes desfavorables a sus compinches. Nada tranquilizador para él.
Cuando identificó la real amenaza en la que se había metido y vio que nosotros la sabíamos, guardó silencio de tumba. Debe haber sospechado que, para agravar las cosas, haríamos otras prácticas de bombardeo que alertarían más a su ya real y peligrosa amenaza.
Se puso pálido y con ligero temblor en la voz dijo algo incoherente. Como queriendo decir que ellos lo habían acorralado. Y que de este lado lo habíamos expuesto a ser sacrificado. Ahora sí quería partir para terminar el diálogo. Vimos que ya era suficiente y dimos nuestro consentimiento. Podía respirar mejor y hasta gratitud debió sentir con nuestra decisión.

Los amigos de afuera
Cambio de actitud. Según supimos, luego, no volvió a salir de nuestros predios pues, por fuera de ellos, era totalmente vulnerable. Actuaba como un empleado laborioso, cumplidor y productivo. Tenía que reconquistar nuestro favor partiendo de menos de cero. Si lo abandonábamos, estaba completamente perdido. Le prestábamos cuidadosa atención.

Sabía que entre dos males el menos peor era lo mejor. El primero le era absolutamente peligroso. Y el segundo, nosotros, le resultábamos casi que insignificante, si es que nos pudiese considerar como peligro. Porque realmente éramos sus protectores. Sin embargo, estaba compungido de remordimientos y circunstancias confrontadas.
Los demás también recibieron una categórica lección de parte de alguien casi medio loco. O al menos muy exótico y fuera del contexto tradicional al que estaban acostumbrados a ver. Por eso llegaron a creer firmemente que todos los comandantes y, por extensión, toda la oficialidad de la Fuerza Aérea, estábamos formados y medidos con la misma regla conservadora, costumbrista, voluble y timorata. Y entre ese ambiente era donde vivíamos en aras de actuar, inicialmente, de cabeza de ratón. Aunque, después, la Base del GASUR ya mostraba una extraña mutación, de ratonera a leonera. Esta vez en el monte, donde realmente está el enemigo, no en Bogotá. Era el inicio del futuro CACOM.

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