ARARACUARA
Recorriendo el país se encuentran lugares exóticos. Uno de ellos es la Araracuara.
A media distancia entre el nacimiento del río Caquetá, en la cordillera oriental, y su desembocadura en el Amazonas, se encuentra un promontorio de roca de poca altura, romo en su cima por naturaleza y por la acción del hombre que sobresale de la selva espesa.
El río, durante
años, cortó la peña y creó un estrecho cañón de unos 80 metros de
ancho, 100 metros de profundidad y 500 metros de longitud.
Son dos paredes paralelas verticales, de peña desnuda. El río que, normalmente,
corre lento por muchos kilómetros sobre el suelo selvático repentinamente se
enfurece de manera atemorizante entre la estrechez.
Por lo cerrado de
la garganta, toma velocidad creando un fuerte torrente enloquecido que levanta
vapor y truena con violencia. A la salida hay un amplio lago donde nuevamente
se apaciguan las aguas para seguir su tranquila marcha.
Debido a estos rápidos la navegación se parte en dos, la inferior y la superior. Ninguna embarcación puede sobrepasar a menos que sean arriesgados navegantes de deportes extremos. Para salvar el obstáculo, se construyó una trocha semicarreteable que une los dos lados para trasbordar las mercancías y las personas.
Por lo aislado e
inaccesible del lugar, hace años, el gobierno creó una colonia prisión en el
lugar, de donde no se sabe que alguien pudiese escapar. Para mantener ocupados
a los detenidos, resocializarlos, mejorar el acceso para los abastecimientos,
así como mejorar la presencia nacional, violada años antes por los caucheros de la
Casa Arana, se les dio la tarea de construir una pista sobre la roca.
Al bajar del avión, una de las curiosidades que se ven son los cortes hechos en la peña por los cinceles de los presidiarios en su titánica labor. Las cunetas y todo el piso fueron labrados en la piedra de la colina. La pista inicia justo en el borde del acantilado del río y termina en el lado opuesto del promontorio. Así que es como aterrizar y despegar de un portaviones.
Cuando volábamos por esa región, ya no existía la Colonia Prisión. Sin embargo, en el pequeño poblado que se formó a la orilla del río, Puerto Arturo, vivían bastantes expresidiarios que habían cumplido la pena y voluntariamente quisieron quedarse cuando la colonia fue trasladada a la Isla Prisión de la Gorgona.
Con ellos, y a su pedido, se quedó el último de los médicos que prestó sus servicios en la antigua penitenciaria. Atendía el pequeño hospital que el gobierno decidió dejar. El doctor Restrepo, paisa de origen, hacia un apostolado social. En algunas ocasiones le llevábamos periódicos, revistas o vino para solventar su necesidad intelectual y procurar algo de comunicación. Aunque el ya estaba acostumbrado a un franciscano aislamiento. La radio casi no entraba y menos la televisión. El nos correspondía con amabilidades cuando debimos pernoctar en el lugar.
En una oportunidad
le pedimos que nos contara algo propio de la región en asuntos de medicina
natural. Dijo no conocer mucho al respecto porque no le había prestado atención
al tema. Solo recordaba que en una o dos oportunidades le habían comentado que
algunas mujeres nativas, únicamente ellas y no los hombres, sabían de una
planta que si la consumían quedaban estériles. Pero que si deseaban recuperar
la fertilidad, tomaban otra y recobraban la reproducción. Eso no lo había
comprobado pero se lo habían narrado. Eran tribus que vivían más bien lejos y
se mantenían aisladas.
En una de las
quedadas charlamos sobre la pesca en río. Para nuestra curiosidad, pero de la
manera más normal para ellos, nos hablaron sobre ejemplares de un tamaño y peso
que asombraba. Como no podíamos creer lo que nos contaban preguntamos si tenían
alguno de esos peces para verlo. Nos invitaron a pasar el rio en canoa donde la
orilla era mas panda, para mostrarnos. La pesca la guardaban refrigerada en
cuartos fríos en espera de cuando llegaran aviones de carga para mandar al
mercado de Bogotá.
Cuán grande seria nuestra sorpresa al ver unas bestias que descabezadas colgaban desde el techo del refrigerador, tan alto como una habitación, de garfios de carnicero y la cola llegaba doblando sobre el piso. El espesor en la parte más ancha era tal que, rodeados entre los brazos, los dedos no alcanzaban a tocarse. No supimos cuantos kilos podrían pesar pero no seria raro que fuese lo mismo que un novillo.
Cuán grande seria nuestra sorpresa al ver unas bestias que descabezadas colgaban desde el techo del refrigerador, tan alto como una habitación, de garfios de carnicero y la cola llegaba doblando sobre el piso. El espesor en la parte más ancha era tal que, rodeados entre los brazos, los dedos no alcanzaban a tocarse. No supimos cuantos kilos podrían pesar pero no seria raro que fuese lo mismo que un novillo.
La curiosidad se
centró en la técnica de pesca. Como estos los atrapan en el lago que se forma a
la salida de los raudales, y los colonos dicen que ellos emigran río arriba, la
deducción es que los grandes peces llegan al remanso. Y ante la imposibilidad
de remontar los rápidos, se quedan engordando en el lago y quizás en periodos de
reproducción. No era muy científica la deducción pero era la única explicación
factible al gran tamaño de estos peces de río.
Los pescadores
hacían flotadores con galones vacíos de plásticos de vistoso color amarrillo
que les quedaban de los galones del aceite usado en los motores fuera de borda
de sus botes. Eso los hace visibles a la distancia. Además, algunos,
acondicionaban una batería con un bombillo de linterna que, cuando el pez jala
la cuerda del anzuelo, se prende en la noche y pueden ver cuando un pez habían
atrapado la carnada.
El anzuelo lo
hacen con varillas de acero de construcción bastante grueso y en la punta
afilada colocan la carnada que es un pollo completo. La cuerda es una manila.
Iniciaban una
atenta vigilancia viendo cuán rápido el galón se hunde y esperan que sea cada
vez más lenta, en la medida en que el pez se canse de tanto intentar escapar al
fondo. Cuando eso se logra, con suavidad lo llevan a la orilla donde la
profundidad no sobrepasa la cintura de un hombre. Uno o dos botes se colocan a
cada lado del cansado pez y, entre varios, lo arponean a una orden simultánea,
sosteniendo lo suficiente para que otro pescador, de pie y entre el agua, le
corte la columna dorsal detrás de la cabeza. Usan una cierra de motor o a un
baquiano con hacha. Ya muerto lo destripan lanzando las vísceras al río para
alimento de los que están en capilla. Lo sacan y lo refrigeran en espera del
avión.
En la televisión
presentan documentales donde un pescador se dedica a encontrar “monstruos de
río” en diversas partes del mundo, incluido el Amazonas. Pero lo que saca no es
ni la tercer parte de lo que los colonos pescan en este extraño lugar de la
selva colombiana.
Otra de las curiosidades que experimentamos fue la de un colono que por medio del doctor nos dijo que quería narrarnos sus aventuras. Nos relató unas extrañas historias vividas en la selva. Se había perdido y duró bastante tiempo sobreviviendo a punta de raíces y alimañas que podía conseguir. Eso lo llevó a unos delirios donde veía grandes monstruos y se sentía perseguido de fantasma y demonios, que lo querían confundir. Con los días, logró entrar en contacto con indígenas que lo ayudaron a salir de la selva. Años después historias iguales leímos en un libro titulado, “Mi alma se la dejo al diablo” de un afamado periodista escritor de crónicas de la selva colombiana.
En otra oportunidad, con motivo de una comisión científica holandesa que patrocinaba investigaciones en el Amazonas, junto con el embajador y el señor General Matallana, los trasportamos a ese exótico lugar. Los extranjeros quisieron aproximarse a los rápidos y los colonos nos llevaron en sus botes, hasta donde se podía. Debido al movimiento del oleaje, el General debió asirse mejor del bote dejando caer al agua su bastón de mando. Que allí debe estar pues los lugareños dijeron que era imposible recuperarlo. Si no es que una de las grandes bestias no se lo ha engullido y un pescador lo encuentre en sus tripas.
Con los
años, el gobierno colombiano en coordinación con el
norteamericano, en aplicación del plan contra los narcóticos, instalaron
un radar militar para interceptar los aviones ilegales. Tanto la base militar
que protegía las instalación como los mismos operadores del radar, eran
abastecidos por medio de aviones militares que periódicamente aterrizaban en la
vieja pista hecha por los penitenciarios. Este plan se acabó después.
Luego, el gobierno
se comprometió a instalar un radar de vigilancia por medio de la Aeronáutica
Civil. La estación funcionaba de manera automática enviando las señales a los
centros de control de navegación en el interior del país. Pero con una
planeación tan insuficiente que no consideraron la debida seguridad. El
resultado final fue que los terroristas de las Farc dinamitaron el costoso
complejo tecnológico, echando a perder bastantes millones de dólares debido a
la pobre previsión de las autoridades aeronáuticas encargadas.
Si estos lugares
se explotaran adecuadamente serian una gran fuente de riqueza como recurso
turístico ecológico. Y de preservación científica de la gigantesca cuenca
amazónica, de interés para toda la humanidad.
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