AERONAUTAS Y CRONISTAS

viernes, 1 de junio de 2018

30. ENTRE LEONES Y RATONES


30. Salto al vacío. Todo eso y bastante más, como las áreas de bombardeo que calculaba el navegante en segunda guerra mundial. Donde, luego, el artillero, definía el punto exacto de liberación de armas. Pero cuando ingresamos a la era de la “radionavegación terrestre y ahora la espacial o satelital”, la “navegación a la estima de precisión” la ignoramos.

Y nos quedamos sin lo uno, que por ser muy moderno no teníamos. Ni lo otro, que tampoco sabíamos. Porque o no lo habíamos estudiado o que, por negligencia, lo habíamos olvidado. 
Nos deshicimos de ese miembro de la tripulación, el navegante. Creyendo que nunca más necesitaríamos usar los anteriores y confiables métodos. De tal forma que era ya solo los pilotos quienes debían hacer el trabajo del navegante y volar el avión, al mismo tiempo. Mayor reto aún.

Ya muchos pensaban que si no se nos dotaba de radaraltímetros pasivos, medidores de distancia electrónicos, radares de navegación de área y  de aproximación de aeródromo, luces de trayectoria de descenso. Sistemas de aproximación con piloto automático, con captura y seguimiento de sendas de planeo, eje de pista y muchas otras facilidades modernas, que ahora existen, era imposible hacer la guerra en áreas remotas sin ayudas modernas. 
Y esa configuración de equipos sofisticados no era el caso de nosotros. No solo no teníamos los modernos medios sino ni siquiera los viejos.

Es importante tener pilotos ampliamente capacitados para toda clase de situaciones inesperadas. Nuestro gusto por volar tiestos anticuados y cafeteras traqueteantes,l se debía en gran parte a eso. Porque obligaban a saber de todo un poco. Así fuese un océano de extensión con un centímetro de profundidad.

Cada vuelo era una batalla de supervivencia y un reto a vencer. Pura adrenalina. No en Ferrari sino en Ford tres patadas y, si mucho, con Jeep Willys. Por pedantería, queríamos pasar de la era de piedra a la moderna sin tener que pasar por la edad del hierro. Pero cuando se trabaja con las uñas es muy útil saber más de la cuenta. Pues es el último recurso vital. Nos faltaba mucha logística aeronáutica para llegar al CACOM.


Faro de aeródromo.

Para completar, habían casi seis octas (75%) de techo de nubes, formado por niebla baja y una ligera llovizna. La cantidad de nubosidad que cubre el campo, ocultando la pista a las aeronaves, se mide meteorológicamente en octas. Eso le da una idea rápida a las  tripulaciones de una de las dificultades que tendrán para ver la pista, cuando el cielo no está despejado, con la necesaria antelación. Lo que es fundamental para alinearse en la trayectoria adecuada de aterrizaje.  
Aunque no éramos una unidad dotada, como un Comando Aéreo de Combate, las necesidades tan apremiantes nos habían convertido, repentinamente, en una unidad de guerra con medios demasiado improvisados. El peligro que estábamos corriendo era muy alto. 

Ideas extrañas eran a las que recurríamos para solucionar deficiencias. Comprobamos que en Tres Esquinas, no estábamos ni siquiera en el primer nivel de la tecnología militar. El primero de los cuatro en complejidad propuestos por el investigador Keith Krause.
El primero es la habilidad para operarla y mantenerla.
El segundo, para reproducirla.
El tercero, para adaptarla.
Y el cuarto, el más complejo, la habilidad para crearla.

Estaba dicho. La situación que vivíamos en la mitad de la década de 1990 nos confirmaba que el Mayor José M. Silva Plazas había tenido mucha razón. En 1930, en una autocrítica para las FF MM, durante una conferencia pública, diagnosticó que el atraso en la instrucción militar era como mínimo de un cuarto de siglo. Proponía la forma de cerrar la brecha académica. Pedía que se redactaran reglamentos y manuales propios.
Pero como todavía no estábamos maduros para ello, debíamos adoptar los reglamentos de cualquier ejército más avanzado que el nuestro, modificándolos según las condiciones nacionales.

Doble esfuerzo. Eso era lo que estábamos haciendo en Tres Esquinas, adaptando y modificando, al proponer procedimientos y técnicas logísticas o de combate alejadas de las teorías centrales. Aunque combatiendo según las circunstancias muy particulares del lugar sin los mínimos recursos y sin nada de sofisticación.
El esfuerzo más que doble. Casi partiendo desde inventar la tecnología. Y siguiendo los demás escalones, adaptala. Mejor dicho, todo. Luchar contra casi que lo imposible. Contra el enemigo y contra la pobreza. Emocionante reto.

Un enemigo que disponía de una inmensa selva para dispersarse y mimetizarse. Además de su completa adaptación al medio. Y bastante recurso económico proveniente del abundante dinero del narcotráfico. No pediamos para ostentar. Pues gastábamos, la verdad sea dicha, de manera austera en las operaciones y en el modo de vida. Teníamos que superarnos improvisando soluciones artesanales.

Se suponía que deberíamos saltar el nivel primario del desarrollo y, de una vez, adoptar métodos modernos. Pues sabíamos que estábamos ya en el tiempo donde existía mejor tecnología militar. Pero el atraso, la escasez de medios y la imposible alternativa de recibir un apoyo generoso, era pensar más con la ilusión que con la realidad.

Si mucho para lo esencial, como era el abastecimiento de agua potable. Y estábamos decididos a lograr lo que más nos fuese posible. Así no fuese todo lo necesario o lo ideal.

Rápida decisión. Volvamos a los aviones que debían regresar a tierra.
La decisión era de alto riesgo pero la tomamos rápidamente porque en cuanto a combustible en aviones se trata, cada segundo cuenta. Apurar y acertar en la decisión de asegurarles el aterrizaje o su regreso, significaba el salvamento de los cuatro miembros de la tripulación y el de los dos aviones. De lo contrario, el desastre.

Si fallábamos, a los pilotos solo les quedaba la última opción, la de la eyección nocturna. Maniobra peligrosa no solo para su llegada al suelo, en medio de la selva con relativos márgenes de sobrevivencia, sino la posterior búsqueda y rescate, de una tripulación. Además de perder los aviones. 
Por otra parte, apoyar una hora más el combate, mejoraba mucho las posibilidad de sobrevivencia de las tropas involucradas en la confrontación. Corrimos el alto riesgo de asegurarles que lograrían aterrizar con nuestras máximas ayudas. Y ellos siguieron combatiendo otra hora más. Dimos nuestro consentimiento.

En dirección contraria.
De cola a cabeza. Ya éramos, realmente, cabeza de ratón haciendo la guerra, pero la nuestra. No la de la cola de león, que ya había quedado. No espantábamos moscas. Tomábamos decisiones de combate con determinación. No importaba lo que, luego, dijeran negativamente los sabios de Bogotá de las locuras que estábamos haciendo. Ni que tan tampoco valoraran o ignoraran, después, como así lo fue. 

Los extremos esfuerzos de guerra, a que las incomprendidas circunstancias por parte de quienes están alejados y por fuera de las trincheras, nos retaron. Esos eran los riesgos que ellos habían querido, con cierto agrado, que corrieramos para ver si era verdad lo que argumentábamos o si perecíamos en el intento. No estábamos dispuestos a darles gusto en lo último. Teníamos que superarlos,  como fuera, para demostrar que nuestras ideas y juicios,  que nos habían puesto en desacuerdo, eran los correctas y ellos los errados. Estábamos cruzando el Rubicón. Y la suerte estaba echada.

Nuestra única opción era la de poder rendir un informe posterior similar a los lacónicos y sarcásticos partes que le enviaba el General Maza a Bolívar, después de cumplir las tareas que le encomendaba en la campaña del sur. Igual que la nuestra: “Misión toda cumplida. Sin prisioneros. Maza aún vive”.

Maza era claramente consciente que esos peligrosos deberes, que le mandaban, no eran tanto porque sus superiores querían reconocerle el mérito a su valor sino con la intención de ver si la guerra los libraba de tan incómodo subalterno. Subalterno que aún seguía aplicando, tercamente, el decreto de la guerra a muerte a pesar de que ya Bolívar lo había cancelado. Bolívar también sabía lo que significaba ese completo cumplimiento. y lo de que no habían quedado prisioneros. Y que Maza seguía existiendo.

Aunque para nuestra demostración no había que llegar a los extremos de Maza, sí era necesario que se confirmara que nuestras teorías eran correctas. Porque resistían los embates de los dos adversarios: el de los enemigos armados en la periferia nacional y el de los detractores intelectualistas colegas del interior centralista.

Las improvisaciones. Para ayudar al máximo al aterrizaje, ordenamos mantener en marcha todos los generadores Diésel a plena potencia, los nuevos y los antiguos.
Encender las luces, incluyendo las domésticas y el alumbrado público. Algunos mecheros con ACPM improvisados. Los pocos vehículos, con las luces prendidas, fueron puestos en la pista. Además de cuantas linternas de mano y lámparas portátiles se encontrara.

Despertamos e incomodamos a todos, incluidos los hogares, pero era necesario. Debían poner su grano de arena encendiendo las luces internas y externas de sus casas. En especial las más próximas a la pista. Aunque no faltó la señora de casa que se quejó de la incomodidad a sus dulces sueños y al de  sus hijos, con tanto ruido.
Era el momento de la verdad. En medio de la jungla cualquier luz, por tenue que sea, debido a la intensa oscuridad del cielo, que se confunde con la selva vista desde la cabina de un avión, es un gran alivio para las tripulaciones. Puede ser el detalle salvador.

Pusimos en alto nivel de alerta de auxilio a todo el personal de la unidad. En especial el servicio médico y hospitalario.

Avión OV 10

Las peligrosas maniobras. Después de la hora adicional, el avión líder de la escuadrilla informó que la nubosidad no le permitía posicionarse adecuadamente para el aterrizaje. Que haría un primer intento.

La neblina estaba empezando a cubrir el terreno y no lo veíamos. Cuando en la aproximación de aterrizaje salió del techo de nubes, pudimos ver sus reflectores de aterrizaje y donde estaba el avión, como un punto de luz difusa en medio de la niebla.
Estaba más alto de lo debido para aterrizar en la corta pista disponible. Dejamos que los pilotos siguieran sus conclusiones. Al instante estaba iniciando un sobrepaso por no darse las condiciones seguras para aterrizar. Habíamos fallado el intento de aterrizar del primer avión.

Los que estamos en tierra, observando desde en lugar próximo a la pista, vimos pasar del avión a poca altura, con los motores rugiendo para tomar de nuevo altura. Y nosotros sin poder hacer ninguna otra cosa por ellos. Nos quedamos mudos, conteniendo los impulsos de hacer recomendaciones a las tripulaciones. Fingiendo una latente serenidad. No queríamos causarles más embarazos para que actuaran por su cuenta.
A pesar que han pasado más de veinte años, de los hechos, aún sentimos preocupación de pensar que en esa noche y de esa forma, expusimos a grave peligro la escuadrilla que tanta ayuda dio a los soldados comprometidos en el combate.

Intentaron por segunda vez y aterrizaron. Todos sentimos que se nos quitaba un gran peso encima. De esa forma terminó la quemante preocupación. Ya no podíamos hacer nada más, aunque lo queríamos.

Las reflexiones. La relación costo-beneficio no justificaba que se les mandase a otra operación de ametrallamiento. Si salían con esas condiciones a otra misión nocturna de apoyo se perdería toda alternativa de ayuda futura. Era un evidente suicidio. Las tripulaciones estaban extenuadas después de haber estado en lugares distantes y en diversos lugares del país, durante esa larga noche, en diversos combates. Para venir a terminar en este alejado lugar de la selva.

Por el sólo agotamiento físico y mental, por prolongado estrés, era seguro que sería un descalabro.  A pesar de que eso implicaba una situación más crítica para las tropas de las Delicias. No es una buena decisión de quien sabiendo, de antemano que su victoria será pírrica, la realiza y con ello se niega oportunidades posteriores de mejores resultados, así sean solo factibles.

Siempre en estas circunstancias hay algunos que quieren hacer más y otros que no, todos tienen un criterio. Unos creen que pueden y otros que no pueden. En una fuerza militar todos tenemos un horizonte, un punto de equilibrio distinto, entre lo que es el ser y el deber ser. Entre lo que se quiere hacer o lo que se puede hacer con éxito. Algunos son más temerarios que otros. Debemos cuidarnos tanto de la excesiva prudencia como de la exagerada imprudencia.

Los subalternos suelen pensar solo en lo inmediato. El comandante tiene que mediar pensando en lo macro. En cómo sus decisiones van a influir sobre la victoria. Si poniendo en riesgo al momento a sus hombres, su más valioso recurso, o preservándolos porque después le permitirán vencer. Casi que debe proveer el futuro y sobre cómo, todo eso, beneficiará mejor el interés nacional.

Son sus silenciosos pero poderosos conflictos mentales. Su guerra es interior antes que exterior. Las consecuencias de lo que haga o deje de hacer, siempre es de muy posibles riesgos fatales, culpas legales, morales o políticas, de graves consecuencias. Aunque también de méritos. Si es que se los reconocen, porque también existe la muy frecuente alternativa de que se los ignoren. A estos conflictos son los que muchos temen y por ello evitan dar órdenes. Saben que si los hacen tampoco será mucha la retribución. 

Al día siguiente vendría la operación de rescate que fue otro escalón que subimos en la escalera para llegar al CACOM. Operación en la que nos habría sido de mucha utilidad el helicóptero que nos habían retirado, enviándolo para Bogotá, cuando nos redujeron el componente aéreo de la FUTACAL, por órdenes superiores, como ya lo contamos. Lamentamos mucho su ausencia en estos momentos cuando fue vital el haber podido disponer del recurso.


Caseta de comunicaciones destruida

Reconocimiento aéreo. Mientras tanto, en el GASUR, tan pronto amaneció vimos que la niebla todavía no se había disipado. El anticuado, pero funcional avión de transporte, el C-47 miliar o DC-3 civil, no pudo despegar para hacer un simultáneo vuelo de reconocimiento en las Delicias y un apoyo logístico a la base de naval de Puerto Leguízamo. La visibilidad era muy poca pro la densa niebla que persistía desde la noche anterior. La que casi no deja aterrizar la escuadrilla de ametrallamiento.
Necesitábamos un reconociendo para ver si era factible continuar con el apoyo aéreo de combate.

Debimos esperar a que calentara el aire para que se levantara la niebla. Para las 08:30 de la mañana el avión pudo despegar y al poco tiempo nos estaba reportando. La nubosidad no permitía ver bien lo que estaba sucediendo en las Delicias. Sin embargo, alcanzó a observar que ya no había combate y lo que parecían ser varias construcciones convertidas en cenizas. Por ello no ordenamos más apoyo aéreo. No era aplicable. El avión continuó con la otra misión para que de regreso hiciera otro reconocimiento, ya que la base de las Delicias queda en la ruta aérea que conduce a la frontera con el Perú.

Más tarde nos reportó que ya no se observaba en el lugar ninguna presencia de personal y muchos daños. Supimos que el combate había terminado. Que estaba claro que era su total destrucción. No haríamos más ametrallamiento ni cubrimiento aéreo. Nos concentramos en lograr una operación de rescate por vía aérea. Ya, por el río Caquetá, se estaban dirigiendo al lugar, de sur a norte, rápidos elementos de combate fluvial y unos lentos transportes fluviales, que llegarían en las horas de la tarde a Las Delicias, procedentes de la Tagua.

La operación de rescate. Al día siguiente, sábado 31, posterior al ataque a la Base de las Delicias, nos concentramos en las coordinaciones del apoyo sanitario, inteligencia y planeamiento de una factible reacción por tierra y persecución. En cuanto a operaciones de combate aéreo y apoyo de fuego ya no eran conducentes. Mientras esto acontecía habíamos planeado un rescaté por vía aérea. Eso implicaba usar helicópteros, los que no disponíamos. Acudimos nuevamente al nivel central.

Del COA ordenaron, por la tarde, el desplazamiento de un helicóptero “Halcón Negro” para esta misión. El helicóptero más cercano estaba a 3 horas de vuelo, en San José del Guaviare. Se encontraba prestando apoyo final a la operación Conquista 1. En el vuelo de traslado se le hizo de noche y, aunque no estaba dotado para operación nocturna, logró rescatar varios heridos.

Esa espeluznante misión de rescate es contada en la crónica “Rescate Aéreo de Combate”, por el copiloto de la aeronave en forma resumida. El informe pone en evidencia la crueldad de los hechos acontecidos en Las Delicias.

El testimonio. Lo vivido y narrado por el Mayor Ricardo Torres, copiloto del helicóptero de rescate militar que aterrizó en el lugar de los hechos.

Su historia. Para el año de 1996 las Fuerzas Armadas habían sufrido varios descalabros de combate en el sur occidente de Colombia. De infortunado recuerdo, entre otros, se tienen los de la Hormiga. Puerres, Orito, Patascoy y Las Delicias.

El 30 de agosto de 1996, 415 terroristas del bloque sur de las FARC arrasaron por sorpresa la base militar de Las Delicias. Al cabo de un desigual combate, murieron 31 militares, 60 fueron secuestrados y 15 quedaron heridos de gravedad.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando despegamos del Batallón Joaquín París, en San José del Guaviare, con rumbo a la población de Las Delicias, en el departamento del Putumayo. Éramos el único helicóptero y el más próximo en ese vasto espacio aéreo para prestar ayuda a los soldados de Las Delicias. Volamos en un Black Hawk de la Fuerza Aérea Colombiana. Yo era el copiloto de una tripulación de 4 personas que recibimos la orden de evacuar soldados heridos en combate la noche anterior.

Sobrevolamos durante dos horas y media sobre selva espesa, infinita y profunda. A la mitad del camino, nuestra cabina, que hasta ese momento mantuvo un ambiente fraternal y tranquilo, se fue quedando en silencio y se llenó de inquietantes secretos. La noche cayó sobre nosotros trayendo consigo un paisaje siniestro, tenso y enigmático, como preludio de acontecimientos fatídicos. Debajo, la jungla era cada vez más primitiva e intrigante.



Anocheciendo sobre la selva

Después de recorrer 450 kilómetros llamamos repetidas veces: Ejército, Ejército, de rotor... Ejército, Ejército, de rotor... A la espera de una respuesta, imaginábamos aquellos hombres tratando de sintonizar los radios cuando sintieran el rumor de nuestra nave. Lo único que escuchábamos era la lluvia de la estática atmosférica.

El sistema de navegación marcó las coordenadas del pueblo justo debajo de nosotros, pero no podíamos verlo. Todo estaba oscuro. Hicimos varios giros, hasta que surgió debajo de una bruma densa, “Creo que es ahí”, dijo el Capitán“. Miré y apareció un caserío desolado y destruido por la barbarie. Construcciones incendiadas. Escombros, postes y cuerdas, formaban desordenada telaraña junto a pequeñas embarcaciones hundidas a la orilla del río.

Buscábamos un soldado, un campesino o alguna luz, pero nada apareció. Pensamos seguir hacia el GASUR, la base militar, más cercana, ubicada a 60 kilómetros al norte sobre el río Orteguaza, pero no teníamos suficiente combustible en el depósito que alimentaba los motores.
Era indispensable aterrizar para reabastecer con los bidones de combustible adicional que llevábamos en el compartimento de carga. Reserva de combustible improvisada porque la aeronave no tenía, en su configuración normal, la capacidad de ejecutar ese vuelo de emergencia a tanta distancia.

Teníamos que hacer una escala técnica en ese lugar. En aquel pueblo fantasma, donde los terroristas nos debían esperar, para hacer el trasvase del combustible o de lo contrario caeríamos en la selva. Pensamos en una emboscada preparada.
Era inevitable entrar repeliendo posible fuego enemigo. Nuestra situación era crítica. En ese instante todas las posibilidades pasaron por la mente, desde la idea de arborizar, caer sobre algún cultivo ilegal o entrar en combate frontal.

Todas las alternativas eran peligrosas, pero el deber era llegar luchando contra el enemigo o contra el riesgo de un accidente, para rescatar a los heroicos heridos.
Descendimos a poca altura donde identificamos lo que parecían ser personas acostadas en el suelo y bultos en movimiento. Pensé que los habíamos sorprendido, aunque era raro que no se ocultaran.
Eran soldados caídos valientemente y el movimiento era de cerdos salvajes husmeando entre ellos. El comandante de la aeronave tomó las precauciones necesarias y ordenó alistar las ametralladoras.


Helicóptero engullido por la selva

De inmediato, pusimos máxima disposición de combate, se posicionaron los escudos protectores de cabina y se desaseguraron las armas.
Los pilotos con las manos sobre los controles de vuelo, los artilleros ajustaron los chalecos y cascos blindados, empuñando las ametralladoras y con el dedo en el disparador. Todos con los ojos buscando en lo profundo. 

Estábamos alertas, callados, con la adrenalina calcinando el miedo, el sudor escurriendo por el cuello, empapando pechos y espaldas. Y escuchando palpitante el corazón en los oídos.

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