AERONAUTAS Y CRONISTAS

martes, 22 de marzo de 2016

UNA MISION SUICIDA

Una misión suicida (I)



Al correr hacia el helicóptero, no alcanzábamos a imaginar lo ocurrido en aquel vestigio de nuestra Patria. Eran las cuatro y media de la tarde del lunes 30 de septiembre de 1996 cuando despegamos del Batallón Joaquín Paris ubicado en San José, capital del departamento del Guaviare, con rumbo a la población de Lasdelicias en el departamento del Caquetá. Territorios, hasta ese momento desconocidos, del cual, solo sabíamos gracias a un pequeño y distante punto en nuestras cartas de navegación.

Íbamos en el Helicóptero FAC 4122, Black Hawk de la Fuerza Aérea Colombiana. Yo era el copiloto de una tripulación de 4 personas, un piloto y dos técnicos de vuelo, que ese día recibimos la orden de evacuar algunos soldados heridos acantonados en el puesto militar de aquella región

Para llegar a esa población atravesamos el departamento del Guaviare y sobrevolamos durante dos horas y media 450 kilómetros de selva espesa, infinita y profunda. A la mitad del camino, nuestra cabina, que hasta este momento vivió un ambiente fraternal y tranquilo, se fue quedando en silencio y se llenó de inquietantes secretos. La noche empezó a caer trayendo consigo un paisaje siniestro, gris y oscuro, como preludio de acontecimientos fatídicos. Debajo, la selva cada vez era más espesa, más primitiva y más espeluznante.

El sol ya nos había abandonado tras el horizonte, solo sus fantasmales halos nos ayudaban a distinguir entre espejismo y realidad. Llevábamos 2 horas de vuelo y estábamos muy cerca de nuestro arribo. Era la hora de llamar a las tropas del Ejercito Nacional: -Ejercito, Ejército, de rotor...-, -Ejercito, Ejercito, Ejercito de rotor...-, a la espera de su respuesta me imaginaba aquellos hombres tratando de sintonizar el radio al escuchar el sonido de nuestro helicóptero, -Ejército, Ejército, Ejército de rotor...-, seguimos esperando y volviendo a llamar repetidas veces. Vanamente conseguimos algo, por el contrario siempre recibíamos el sonido seco de la estática de nuestro radio como respuesta.

La noche finalmente nos arropó y las luces de la cabina no eran precisamente el augurio de un feliz término. El sistema de navegación marcó las coordenadas del destino justo debajo de nosotros, pero no logramos verlo, hicimos varios giros, hasta que este surgió bajo una bruma densa, “¡parece que es ahí!”, expresó el Capitán“, gire la cabeza y vi la estampa de un pueblo abandonado y destruido por la barbarie. Era una fotografía en blanco y negro de casas destruidas, de cuerdas y postes formando desordenadas telarañas con sus cuerdas eléctricas y de pequeñas embarcaciones hundidas a la orilla del río.

Buscando algo que nos diera un motivo para aterrizar, dimos varias vueltas sobrevolando las ruinas: un soldado, un infante de marina, un campesino, una señal de humo, algo o alguien, pero nada se apareció. Pensamos en proceder hacia la base aérea de Tres Esquinas, una de las unidades más antiguas de la FAC, ubicada en el Caquetá a unos a 70 kilómetros de distancia. Al ver el remanente de combustible nos dimos cuenta de la alarmante realidad, no nos alcanzaba para cubrir esa distancia y tampoco para proceder hacia algún otro sitio que ofreciera la seguridad necesaria.

Era imperante aterrizarnos allí, en este pueblo fantasma donde muy seguramente los terroristas preparaban nuestro destino. Me imaginaba la emboscada preparada y nosotros listos para pelear evadiendo cilindros y repeliendo el fuego de las ametralladoras enemigas. Nuestra situación era crítica, en ese instante todas las posibilidades pasaron por la mente, desde la idea de arborizar lejos de allí hasta caer sobre algún cultivo de coca o entrar en combate frontal. Todas las alternativas eran peligrosas, mas no podíamos quedarnos en hondos pensamientos. Nuestro deber era aterrizar. Debíamos pelear contra el miedo y el enemigo para rescatar a nuestros héroes y abastecer la aeronave.

Descendimos a poca altura donde identificamos lo que sugería ser personas acostadas en el suelo y algo que parecían bultos en movimiento. Pensé en una sorpresa del enemigo, pero era raro que estos no se ocultaran. Lo que se movía eran animales caminando entre ellos. El piloto de la aeronave tomó las precauciones necesarias y ordenó a los técnicos de vuelo alistar las ametralladoras.

Seguimos aproximándonos. Se podían ver las puertas abiertas, las ventanas caídas y las paredes con huecos. Las cicatrices de un combate demencial. La escena era apocalíptica, humo, escombros, abandono. Mire nuevamente hacia las siluetas y fue cuando la sangre se me congeló en un solo segundo. Eran los restos humanos de los soldados regados por todos los flancos lo que se movía eran cerdos salvajes alimentándose de sus entrañas.
La base militar de Las delicias ya no existía.



La cruel realidad nos despertó de un solo tajo y la presencia de la muerte nos hizo pensar en lo efímero que somos, en lo temporal y lo eterno, en la inocencia de las victimas y en la maldad de los victimarios. Cerramos los ojos y pedimos a Dios que nuestra acción fuera valiente y fraternal, para buscar en silencio a los sobrevivientes que, escondidos, deberían estar velando por sus vidas. La función macabra había terminado, era un momento tenebroso.

Respiramos profundo y alistamos la aeronave para aterrizar. Apostamos a la vida o a la muerte. Mi Capitán ordenó máxima disposición de combate, ajustar los protectores y desasegurar el armamento. Los pilotos con las manos sobre los controles, los artilleros, con sus escudos blindados sosteniendo las armas y con el dedo en el disparador y todos, con los ojos puestos sobre lo que se moviera en el horizonte. Alertas y callados con la adrenalina calcinando el miedo, el sudor corriendo y los corazones palpitando aceleradamente.

Las ráfagas de los rotores apartaban los árboles y agitaban las ramas levantando nubes de polvo y hojas, en diabólicos remolinos. El peligro era latente pero seguíamos vivos, ni un disparo, ni explosiones de bombas, ni gritos, nada. En vuelo lento, casi a ras del suelo, el helicóptero se deslizaba, cual ángel de la noche explorando entre los escombros y las ruinas de una antigua civilización extinta. Con las lámparas alumbrábamos los rincones, las garitas destruidas y el puesto de mando incendiado.

Al bajar, la pegajosa humedad entró por las puertas abiertas, donde estaban alertas los artilleros, con penetrante y fétido olor. Nos invadió la desolación y el espectro de la muerte con el vaho de los cadáveres que convertían el aire en nauseabundo gas irrespirable. En el espacio abierto para los deportes yacían los cuerpos de 17 de las víctimas de un cruento final, incinerados 5, junto a las trincheras, 8 caídos dentro de las ruinas y 5 ahogados en la orilla del río.

El fuerte viento estremecía a aquellos heroicos patriotas inmolados pero no vencidos, inermes como piedras, cubiertos de harapos y equipo militar destruido. Algunos, con los ojos abiertos en sus pálidos rostros, mostraban su último gesto de dolor y valor. Veíamos como los cuerpos eran empujados por el inevitable viento de la maquina, al mismo tiempo nos empeñábamos en detectar cualquier señal del enemigo.

De repente, notamos destellos de luz titilando bajo los escombros y ligeros movimientos. Detuvimos el vuelo de inmediato pensando en un ataque frontal, giraron las ametralladoras, quietud, máxima alerta y tensión con los nervios a punto de reventar. Solo el rugir de la máquina, el golpeteo de las aspas del rotor pero ningún ruido de armas.
Como sombras surgiendo de tumbas, comenzaron a aproximarse siluetas que arrastraban los pies y levantaban los brazos con actitud de suplicantes zombis. Caminaban implorando ayuda. Cuando la fuerte luz del reflector del helicóptero los cubrió, vimos sus fantasmagóricas figuras.

De repente, encontramos lo que habíamos venido a buscar desde el lejano Guaviare, de donde partimos ese día a muchas millas de distancia de jungla al oriente del país, sin saber lo que nos esperaba. Eran los sobrevivientes del exterminio de la Base Militar de Las Delicias, sobre el río Caquetá, así parecieran seres del otro mundo. Solo el brillo de sus ojos lo negaba, el resto era igual: lodo, sangre, sudor y lágrimas.



Mayor Ricardo Torres S.

Oficiales FAC

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