LA
HECATOMBE
El 13
de noviembre se cumple un año mas de la gran hecatombe de Armero y es momento
de contar lo que vimos y vivimos en esa nefasta fecha.
El día
anterior habíamos hecho unos vuelos especiales por la Costa Atlántica y cumplidas
más de las horas de vuelo especificadas y debido al cansancio acumulado en esa
apretada gira, decidimos pernoctar para salir temprano al otro día hacia la
capital. El avión era requerido muy temprano para cumplir el itinerario
regular.
Despegamos
antes del amanecer esperando llegar a Bogotá a las 06:30 máximo. Al alba ya sobrevolábamos
la radioyuda de navegación de Mariquita, pero era más oscura de lo normal. Las
primeras luces eran demasiado grises, la atmósfera opaca y se sentía un extraño
olor. Era algo inquietante. Los olores inusuales en la presurización y la
calefacción del avión, son de interés para las tripulaciones puesto que suelen
ser indicadores de un mal funcionamiento del sistema de acondicionamiento de la atmósfera interior de la aeronave.
Esos
eran los pensamientos cuando el controlador aéreo nos pidió iniciar descenso y tomar
rumbo hacia el corredor de ingreso a la Sabana. Las comunicaciones aeronáuticas
de esa hora, habitualmente congestionadas, eran reducidas y parecía como si la operación
aérea estuviese algo paralizada. Se asociaba a factible mal tiempo que había
obligado a cancelar vuelos.
Siendo
rara la situación. Algo nos indujo a hacer una verificación visual de la posición
mirando el terreno. Aunque volábamos por instrumentos, medio se podía ver el suelo.
Mas, para mayor inquietud, los familiares campos verdes esmeralda de los
fértiles arrozales y pastos del norte del Tolima, en el valle del Magdalena, no
eran apreciables.
Se
percibían reflejos en el terreno, como de espejos de agua con inaceptables brillos
lúgubres. Situación nada corriente puesto que por esos contornos no había
cuerpos de agua ni se daba ninguna inundación, como las que se ven en la Costa
y el Bajo Magdalena, cuando el río se desborda cubriendo grandes sectores.
Buscábamos
los cascos urbanos de la Dorada, Armero, Ambalema y otras poblaciones, siendo
en vano debido la opacidad del aire y la poca luz del momento. Se desistió del empeño.
Ante la imposibilidad de encontrar una referencia identificable, se concluyó que
lo mejor era continuar con la mayor atención a la navegación por instrumentos.
Además, en forma ocasional, se escuchaban en el radio del avión algunas comunicaciones
y comentarios poco corrientes en los reportes de las aeronaves. Lo que solo se
hace en ocasiones extraordinarias, aunque son reglamentarias. Una de ellas fue la
nuestra.
El
controlador aéreo preguntó por el estado del tiempo en la ruta y si se habían
captado fenómenos anormales. Respuesta que no fue fácil dar puesto que no era identificable
ni demasiado evidente lo que acontecía. Lo visto era normalmente atribuible a
los días de mal tiempo meteorológico, que aunque no son nada amigables con las aeronaves,
son situaciones regulares para los pilotos.
Después
de aterrizar en el aeropuerto de El Dorado, ingresamos al despacho de vuelos y
se inició el alistamiento de la rutina de vuelo a cumplir ese día. Estando en
ello, los encargados de atender la operación aérea comentaron que por las noticias
estaban hablando de algo así como un siniestro causado por una vaguada proveniente
de la cordillera central y la factible destrucción de los pueblos de esa área.
De inmediato
pusimos la radio y escuchamos a un conocido periodista que había recibido una
llamada telefónica de un piloto de fumigación. El piloto había salido de Ibagué
a aspersar, pero solo encontró un gran lago de lodo, los cultivos invisibles y
el pueblo de Armero desaparecido. Ante tal situación regresó porque no tenía
nada que fumigar y quería reportar el desastre.
En su
voz se notaba que ni el mismo podía creerlo. Que no había encontrado a todo un
pueblo que conocía muy bien por su trabajo. Que en tan solo una noche y de un
día para otro, se hubiese esfumando de la faz de la tierra. Y eso que había
volado a poca altura pudiendo ver los detalles de la hecatombe. Por supuesto
que en las preguntas del periodista se denotaba, también, que algunas cosas no
le eran creíbles. Insistía en que le confirmase lo reportado. Posiblemente
pensaba que no le estaba diciendo la verdad, lo que contradecía la seriedad y credibilidad
de quien lo contaba.
Sin
embargo, era asociable con el porqué no habíamos podido ver las referencias cuando
pasamos, a la misma hora y mas debido nuestra mayor altura que la del fumigador.
Quedó confirmado que no eran infundadas la extraña situación, tan solo media
hora antes, cuando sobrevolamos el lugar. Después también supimos el motivo por
el cual los controladores indagaban por las novedades meteorológicas.
Entre
la media noche y el amanecer, varias aeronaves se habían declarado en
emergencia en forma simultánea y el controlador debió darles números para establecer
el orden de prioridad llamándolos Emergencia 1,2,3, etc. Lo normal es que toda
aeronave que se declara en emergencia es prioridad “uno”, con respecto a las
demás aviones volando de manera normal. Pero ante varias emergencias
simultaneas, tuvo que escalonarlas.
Sin identificar
el motivo, sus motores habían tenido algunos malos funcionamientos. A uno de
ellos se le esmerilaron los parabrisas frontales de tal forma que casi le
impiden la visibilidad indispensable para el aterrizaje. Debió recurrir a las
ventanillas laterales para la aproximación a la pista.
La mucha
y filosa ceniza flotante en el aire, fue la causa de los inconvenientes. Con la
velocidad del avion se erosionaron los vidrios. A nuestro avion no le sucedió
tal cosa. Tal vez por la menor velocidad y porque ya se había decantado la
densa nube que se formo en los momentos inmediatos a la erupción. El polvillo flotante,
que opacaba el aire cuando pasamos, era ya poco y demasiado fino como para
causarnos inconvenientes. La explicación del fenómeno se comprendió solo al día
siguiente. En esa noche nadie supo la causa, ni el sistema aeronáutico ni los
medios de información.
Paulatinamente
se fue develando lo ocurrido. La noticia se regó por todo el mundo. Las Fuerzas
Armadas, los organismos de socorro, las facilidades médicas y todo cuanto se pudiera
movilizar, centraron sus esfuerzos en salvar vidas, rescatar sobrevivientes,
acoger desplazados, suministrar auxilios y controlar la situación.
Los
siguientes días fueron una torre de babel en nuestra Base Aérea. Llegaban
aeronaves con materiales de todo el mundo, equipos de búsqueda, cargas de diversa
índole y se hablaban más de 6 idiomas distintos.
Se ejecutó
un esfuerzo descomunal para mitigar el desastre. Parecía como si el Apocalipsis
se hubiese desatado. Como si la béstia, cual poderosos basilisco, hubiese decidido
arrasarlo todo.
Son muchos
los detalles relacionados con los hechos. En esta ocasión solo agregamos que algunos
días después, cuando los sucesos algo se habían calmado, sobrevolamos el lugar.
Pudimos ver que por las cuencas de los ríos Lagunilla y Guali había
bajado una avalancha descomunal. Partía desde el casquete de nieve de la
montaña, que ya no era blanco sino ceniciento. En donde nace el río, le faltaba
una buena parte, señalando el punto donde se inició el deshielo. El glacial se
había descongelado rápidamente debido al calor de la erupción que, de manera
repentina, aumentó el caudal de las aguas bajando un raudo sunami.
El
calor de las cenizas explicaba por qué muchos de los rescatados que recibimos
en Bogotá, cando se les lavaba la gruesa capa de lodo que los cubría, aparecían
con quemaduras. A pesar de que el agua provenía de un descongelamiento en una región
lejana, a Armero había llegado bastante caliente. Contaban que el lodo estaba
ardiente y los quemaba.
A eso
se agrega que, aunque varios días antes se había reportado un represamiento a
medio recorrido del rio, debido a un barranco que cayó al cauce y este no fue
tenido en cuenta por las autoridades. Cuando llegó la creciente, se rompió el
dique, que multiplicó la furia de la corriente.
A
pesar que el río corre bastante hondo, por un cañón cual profunda arruga, que
baja desde el casquete nevado del volcán, el deslave había barrido los costados
hasta una altura que facilmente podía llegar a dos cuadras en ambos lados. En
esa franja y a lo largo de todo su recorrido había dejado la roca a la vista y
perfectamente limpia. Toda vegetación, que es naturalmente espesa, había desparecido.
No había ninguna de las casas campesinas que son normales en las orillas de las
aguas que bajan de las montañas. Y entre mas abajo era más alta, indicando que
a medida que descendía aumentaba el volumen.
Cuando
llegó al piedemonte, donde comienza la planicie del valle del Magdalena y a poca
distancia del lado occidental del pueblo de Armero, se explayo como un gigantesco
abanico que abrió sus brazos para abarcar cuanto mas fuera posible. Dejó una cubierta
de escombros y, sobre todo, material de aluvión. Era evidente que tenía varios
metros de profundidad y dejaba sobresalir solo unos pocos muñones de lo que
habían sido los muros de las casas y construcciones del casco urbano. Hasta la altura
de la torre de la iglesia había llegado.
Descargo
muchas rocas de gran tamaño, tocones de árboles y dejo causes, por donde escurría
aun agua del lodo de ceniza. Tierra y vegetación horriblemente mezcladas, que
se compactaba en la medida que secaba formando una loza estéril de cemento
natural.
Como
si hubiese pasado una mezcladora de concreto de enormes proporciones que había
vomitado su contenido de manera repentina. Había enlosado todo un delta cuyo vértice
iniciaba en la salida de la montaña y corrió hacia el oriente en búsqueda de la
orilla del rio Magdalena a más de diez kilómetros. Sobre un buen trayecto del
rio descargó el contenido en sus aguas.
Ese enorme
triangulo había quedado convertido en un piso totalmente plano e inerte, como cuando
se derrama concreto para hacer una loza de cemento. Solo algunas copas de árboles,
que resistieron en pie, sobresalían de aquel inesperado pavimento natural.
Parecían pequeños oasis de sombra donde pocas personas lograron sobrevivir
subiendo a su ramas en huida de las arenas movedizas de la pegajosa arcilla que
los quiso devorar. De ellos los rescataron los helicópteros.
EL MAYOR GERMÁN LAMILLA. SOBREVIVIENTE DE LA HECATOMBE Y OFICIAL FAC.
Muchas
otras cosas acontecieron alrededor de esta tragedia, con detalles dolorosos,
que por respeto a quienes sufrieron, no narramos. Basta con este panorama
general. Del cual, también se pueden contar mas, que será en otra ocasión, pues
ya es demasiado extensa esta crónica.
Coronel
Iván González.
No hay comentarios:
Publicar un comentario