PARTE 26
LLEGADA A EL ENCANTO.
PARTIDA A TARAPACÁ. REPARANDO INSTALACIONES.
• Al empezar la jornada siguiente, vio que entre las yucas que
llevaban como alimento, muchos tenían también pedazos de mula asada. Una carne
negra como lengua de ahorcado. Mientras tanto la mulita con sus ancas peladas y
los cascos al aire se debatía rítmicamente entre las aguas, como satisfecha de
haber prestado un último servicio. “Adiós y buena suerte”, le dijo "Uno de
Tropa". De un tajo cortó el lazo que aún la sostenía en la orilla y el
cadáver de la mula se alejó con las patas en alto como pidiendo auxilio. O como
todos los políticos para dar las gracias a los aplausos de la plaza pública.
• A las 12 del día hicieron alto y almorzaron con la yuca
cocida y con los restos de la mulita bastimentera. A las cinco, nuevamente a
construir el campamento para pasar la noche. Había hecho un día de sol.
Comieron y no temieron que lloviera. Pero se equivocaron. En la noche se desató
una pavorosa tempestad y el agua los anegó por todas partes. La tarde anterior
se habían comido las últimas yucas cocidas y no había desayuno. Continuaron la
marcha con la esperanza de llegar a El Encanto al mediodía.
• Así fue. En la Casa Arana de El Encanto, se hallaba el
Capitán Fernández. El suboficial formó su tropa correctamente. Se cuadro
militarmente frente al Capitán. Le dio parte diciendo que el personal en la
comisión a La Chorrera regresaba sin novedad. Este contestó: Está bien. Retírelos
y usted no pasee más. "Uno de Tropa" replicó irónicamente: Sí. Fue un
bonito paseo. Cuando retiró al personal todos salieron corriendo en busca la
cocina del cuartel.
• Los soldados de esta guarnición habían matado, por rara
casualidad, 80 cerdos de monte de una manada de 200 que providencialmente había
avanzado a asaltar el abierto de monte de El Encanto. Los recién llegados se
daban un hartazgo de aquella carne que comían vorazmente a medio asar.
• Esa noche durmieron como un bendito. La diana sonó al
amanecer y a "Uno de Tropa" le sorprendió una orden: El personal que
llegó ayer de La Chorrera, alistarse para salir a Tarapacá. Con excepción del
suboficial que los comandó. Le dio tristeza ver partir aquellos compañeros de
penalidades. Por la tarde llegó rio arriba una lancha con tropas. Contaron que
los que iban rio abajo con direcciona a Tarapacá, otra vez estaban peleando los
Cabos y los Soldados. Uno de estos últimos se había ahogado.
• Con 15 soldados lo enviaron a cortar madera la selva para
las fortificaciones que estaban construyendo. Los soldados no eran prácticos en
aquel menester. Sólo después de muchos días lograron aprender bien. Aquello
parecía sencillo pero no lo era. Cuando algunos de estos árboles empezaban a
crepitar ligeramente en un desgarramiento de fibras, ocurría lo mismo con los
otros. Los soldados no sabían dónde meterse para no perecer aplastados por
aquella hecatombe que se le venía encima, por todas partes, con un ruido
horrísono. Con muchas experiencias como éstas aprendieron a separarse prudentemente
unos de otros para derribar los árboles.
• Por fin llegó el domingo. Como siempre salió de cacería.
Encontró una manada de micos grandes y disparó sobre uno que hacía cabriolas.
El mico cayó al suelo. Se echó el muerto al hombro y se lo llevó a la guarnición
para probar que había matado. Creía que había sido inútil. Pero no. Un indio se
lo pidió para comer. Se lo regaló. Por la noche vio con repugnancia como una
familia de indios se comió un mico cocido con plátanos.
• La segunda semana la destinaron a abrir trincheras en un
pequeño cerro cerca de la casa de una india a quien Emilio Murillo se le había
llevado un hijo a estudiar al Gimnasio Moderno en Bogotá. Era hijo de un
antioqueño Restrepo, que había sido su marido, y que mataron los peruanos en Araracuara,
cerca del río Caquetá.
• La comida era mala en Puerto Leguízamo por estar lejos del
interior. En El Encanto, que lo estaba más aún, si que era pésima. Y en La
Chorrera no había. Cuando había azúcar recibían a mediodía una razón de
limonada que trae un soldado hasta la trinchera.
• El Capitán Fernández no guardaba reparos para los castigos.
En una ocasión un soldado se le reveló y le ordenó al Soldado, durante 8 días,
trasladar 50 ladrillos a distintos sitios cada noche. El pobre soldado, con las
espaldas peladas y adoloridas, deambulaba cada noche por los senderos de la
guarnición con sus ladrillos a cuesta y con expresión de arrepentimiento en el
rostro. Esto quizás pareciera innecesario. Pero aquellos soldados eran, cuando
llegó a la guarnición el capitán Fernández, indisciplinados, altivos y
desobedientes. Le habían pisado la fábrica al "sacabuche". El antiguo
comandante Moreno Días, a quien le daba miedo castigarlos. Alguna vez trataron
de sublevarse en masa y asesinar a sus jefes.
• Pero Fernández, fue uno de los pocos verdaderos militares
que tuvo Colombia en la frontera durante el conflicto. Hacia entrar en razón a
los que no querían atender por medio de castigos reglamentarios. A los que
trabajaban y cumplían su deber, les reconocía sus servicios con imparcialidad.
Debido a esto, la tropa le quería y le respetaba. Por él, llegó a ser esta
guarnición una de las más disciplinadas de toda la frontera y de las mejores
preparadas para una lucha con el enemigo, a pesar de su escaso número. El capitán
Fernández no se preocupado únicamente por la instrucción militar de la tropa.
Los oficiales tenían su casino. El mismo Capitán revisaba la comida del
personal. Había establecido la instrucción teórica en cuestiones militares para
los oficiales y conferencias de cultura general para los soldados. El Teniente
Palacio, un oficial recién salido de la escuela militar, pero con una capacidad
de trabajo y espíritu militar encomiables, daban clases a los oficiales.
• A uno de tropa le llegaban periódicamente El Tiempo de
Bogotá y una vez que lo leía lo dejaba en el quiosco donde los soldados iban a
enterarse los sucesos. Por orden del Capitán Fernández, el soldado
radiotelegrafista debía captar todas las noticias nacionales e internacionales
que pudiera y hacer un boletín que por las tardes se leía a las tropas en
formación.
• Uno de tropa recibió la orden de facilitar el acceso del
puerto al cuartel. El cuartel quedaba en un cerro y a una distancia poco más de
una cuadra del atracadero de las embarcaciones en el río Caraparaná. "Uno
de Tropa" con los Soldados, hizo escalas en toda la falda cavadas en la
tierra que forró de madera. La sanificación de la Casa Arana que prestaba
servicio de hospital. Machete en mano y a la cabeza de los soldados, empezó por
derribar el rastrojo que la rodeaba por todas partes. Podando los árboles
frutales que había y la hierba de los patios a ras del suelo. Abrió desagües
para las aguas estancadas. La Casa Arana quedó como una quinta de veraneo. Fue
felicitado y con eso sintió recompensados todos sus esfuerzos. Aunque
continuaba enfermo, la vida se le hacía menos dura con la satisfacción del
deber cumplido y el reconocimiento de ello por sus superiores.
PARTE
27
SE
FIRMÓ LA PAZ. LLEGADA A LEGUÍZAMO. ENFERMOS QUE CORREN.
• Un día en el boletín oyó que se iba a
firmar un tratado de paz entre Colombia y el Perú, en Río de Janeiro. No hubo
alegría. Uno de tropa recordó la noviecita que le había dado un beso en Bogotá,
porque se iba la guerra y ahora resultaba que no había sido sino una guerra de
opereta. Y las trincheras construidas con entusiasmo y el entusiasmo y la
preparación para lucha se perdía. Suerte arrastrada.
• El tiempo empezó a empeorar. Llovía día
y noche. Las quebradas y los ríos de la selva empezaban a desbordarse. Sobre el
agua solo sobresalían el Comando del
cuartel y la Casa Arana, separados por un enorme lago. En el bote que fabricó
el Teniente Pulgarín, con los restos de un avión que casualmente cayó en el
Putumayo, con los soldados salía a remar por aquellos lugares por donde antes
se transitaba cómodamente pie.
Comentario: Se refiere a los restos de un
avión accidentado en El Encanto como el del Teniente Gil en Puerto Leguízamo.
• Un día el Capitán ordenó hacer unas
maniobras de artillería. A "Uno de Tropa" le estaban dando fiebres y
no cesaba en su empeño de trabajar en la maniobra. Sus compañeros le aconsejaba
que se fuera al hospital pero contestaba que allí sólo iría cuando es estuviera
muriendo. El hospital era un recurso para los soldados más perezosos que muchas
veces se valían de la más ligera indisposición. Empezó el tiroteo. Uno de tropa
acogotado por la fiebre, no pudo más y debió retirarse. Pensó en el Mayor
Agudelo. Quería morir. El maldito Mayor se le salió con su designio al enviarlo
El Encanto. Al siguiente quiso desayunar pero vomitaba. Así pasó seis días y
sin más alimento que agua con limón. Al sexto día se sintió un poco repuesto.
Se levantó a orinar. Se mareó y se fue de cabezas sin sentido. Tal era su
debilidad. Solo era ojos y narices. Tenía una palidez relumbrante que asustaba.
Decididamente se moriría.
GENERALES PAYAN Y VASQUEZ COBO ABORDO DE LA CAÑONERA MOSQUERA
• Llegó la lancha brasilera “Emilita”. El
capitán Fernández le preguntó si quería ser evacuado en ella o esperar un avión
que estaba por llegar. Como no veía la hora de salir de aquel infierno,
prefirió la lancha. El medico lo examinó y diagnosticó paludismo adquirido en
el sur. Y una grave insuficiencia hepática. Entre los compañeros lo tomaron de
los brazos y le llevaron hasta la lancha. No puede caminar por sí solo porque
se mareaba. Al día siguiente por la noche llegaron a Puerto Tarqui. Allí estaba
el Teniente Moreno Córdoba, siempre valiente, de buen humor. Á "Uno de
Tropa" le dijo que habían firmado la paz en Río de Janeiro. Le cayó esto
como una ducha fría, pero se encogió de hombros. Lo importante era salir de
aquí, ya que no había que hacer. También en Tarqui estaba Calderón, el famoso
colono. Esa tarde atracaron en “Yuvineto” para comprar leña a los peruanos,
dijo el capitán de la lancha.
• Al día siguiente llegaron los soldados
peruanos con la leña. Uno de tropa pensó que tanto de un lado como del otro,
estábamos igual de jodidos mientras los políticos se banqueteaban en Bogotá, en
Lima, en Río de Janeiro y hasta en Ginebra, sonriendo de nuestras penalidades.
Los víveres que le dieron a uno de tropa para él y sus soldados durante el
viaje se agotaron. Se calculaba que llegarían en cuatro días y no estaban aún
en la mitad del camino. Es empezaron a comerse los frisoles brasileros y carne
seca que llevaba la lancha para alimento de la tripulación. Atracaron por una
noche en "Peñas Blancas", puesto colombiano. Después siguieron
despacio el monótono viaje. Se entretenían disparando fusiles hasta contra los
troncos de la orilla.
• Al 11º día avisaron a Puerto Leguízamo.
A su juicio le parecía salir de la cárcel. En realidad, escapado de la muerte.
Al atracar saltó a la lancha el Capitán Moreno Díaz. "Uno de Tropa"
se cuadró y se dio cuenta de que venía evacuado con cinco soldados. El capitán
le miró con gesto incrédulo: ¿usted también bien evacuado? le preguntó.
"Uno de Tropa" le contestó preguntando: ¿hasta cuándo quería que
estuviera destacado. Llevo ya casi un año. Replicó agriamente”. El Capitán
cayó. Luego le ordenó saltar a tierra.
• En Puerto Leguízamo había más de 1.000
soldados cuyas caras le eran desconocidas. Sólo quedaban unos pocos que si le
eran conocidos. Cuando llegó un avión militar. Le sorprendió ver soldados que
corrían portando enfermos en camilla. Le dijeron que los soldados de cada
compañía corrían con sus compañeros enfermos para alcanzar puesto en el avión.
Le conmovió ver el gesto de compañerismo, a la vez que lamentó la falta de
organización en aquello.
• Vio cuatro soldados pálidos que
trasladaban trabajosamente a otro a cuestas. Lo reconoció, eran soldados de
"El Pichincha", los últimos que aún no habían sido evacuados.
Conducían al soldado Quintero de Cali, casi agonizante. Cuando vieron al Sargento
se alegraron y le pidieron ayuda. Éste la dio gustoso, pero cuando llegaron,
los puestos del avión estaban copados. En su rostro se retractó el desaliento.
Uno de los soldados le dijo: “Estamos cansados y maltratados de salir corriendo
con él, cada vez que llega el avión. Los soldados más nuevos, como están más
sanos corren más. Aún no les ha dado el clima, y siempre nos dejan sin puesto
para nuestro pobre compañero. Lástima del Coronel Galvis. Si él estuviera, ya
habríamos salido. Volvamos al hospital antes de que se muera”. Lo alzaron
trabajosamente y con sus pasos vacilantes de enfermos los vio alejarse el
Sargento. Silenciosas asomaron dos lágrimas en sus ojos cansado de ver la
tragedia de cada día. En otra ocasión se hubiera avergonzados. En aquel caso creyó
que sus lágrimas no era claudicación sin una reacción perfectamente humana de
dolor.
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