AERONAUTAS Y CRONISTAS

miércoles, 7 de agosto de 2013

LLEVADERA ES LA LABOR


Amigos cronistas:

Con motivo de ser hoy el día del Ejército, que se celebra en Medellín, y día de la Feria de las Flores, les comparto esta crónica contada por un oficial de la Fuerza Aérea Colombiana. Uno de los sucesos que a diario acontecen en nuestra nación.

No son hechos de otras partes sino de nuestra propia tierra y en nuestros días.

Cordialmente: Coronel Iván González. Oficial FAC.

 
“LLEVADERA ES LA LABOR CUANDO MUCHOS COMPARTEN LA FATIGA”



Vi el espíritu de Colombia en aquel despertar. Fue la mañana de la Feria de las Flores, de sol radiante y de ánimos primaverales. Una mañana de sábado en Medellín.

Antes de preguntar por el soldado compré un presente de frutas y flores de moda, por las festividades de ese día. En la oficina de información me dijeron que había concluido la cirugía y se recuperaba en cuidados intensivos. Eran las 09:00 cuando tomé el ascensor. Afuera se adornaban silletas, caballos y carrozas. Adentro, en el hospital Pablo Tobón Uribe, en el piso de cuidados intensivos, un paciente yacía en cama conectado a una bolsa de sangre a la yugular. Su rostro carecía de vida, con el lado izquierdo destrozado, el ojo cubierto con gasa ensangrentada. La oreja, el pómulo y la mandíbula remendados con varias suturas. Debajo de las sabanas se entreveía una respiración frágil, casi fantasmal.

La noche anterior, fuimos alertados para efectuar una evacuación aeromédica. Se trataba de un soldado del Ejército Nacional herido por un campo minado durante los combates contra los terroristas de las FARC. Bajo el fuego cruzado, su cuerpo fue recuperado por un compañero quien rasgó el uniforme e hizo un torniquete a nivel de la rodilla. Las heridas eran atroces. Expelían un olor nauseabundo, contaminadas con las heces humanas que contenía la cargada de la bomba.  El pie izquierdo colgaba de los tendones y el filo de los huesos había atravesado la piel. El ojo izquierdo era una bola de carne y girones de su rostro, cuello y brazo izquierdo, parecían escamas y lonjas rebanadas por las esquirlas.



Las primeras horas de aquella mañana habían sido fatigosas. A las 03:00, piloteando un UH-60 Black Hawk de la Fuerza Aérea Colombiana había descendiendo entre los filos de la serranía de Ayapel. Volaba con visores nocturnos junto a un helicóptero AH-60 Arpía, que disparaba sus ametralladoras para repeler el ataque antiaéreo. Descendíamos vertiginosamente para evacuar al herido. Al lograr la copa de los arboles iniciamos la aproximación final para aterrizar.  El flujo del rotor levantó tierra y pedazos de madera formaron un remolino de luces y sombras, del cual emergieron cuatro soldados con la camilla al hombro.

La recibieron el enfermero de combate y los técnicos de vuelo. La instalaron en la cabina de carga. Tan pronto salimos de aquel hueco y cerramos las puertas, el olor fétido de sus heridas inundó la cabina. Fue tan repugnante que prendí las luces internas para evaluar la situación. Era la figura de un guerrero gastado por la barbarie. Un nazareno de rostro demacrado, de ropas lavadas en sudor, sangre y barro.

Mientras volábamos, el enfermero de combate abrió el botiquín y agitó un frasco, inyecto el contenido en el brazo del paciente, quitó los vendajes sucios, examinó las heridas, evaluó el pulso y preguntó el tiempo para llegar a Medellín, le dije 50 minutos. Al fondo, detrás de las montañas, se veía el resplandor de la ciudad, eran ya las 03:40 de la mañana y la ciudad se preparaba para celebrar las mencionadas fiestas. Qué paradoja, pensaba, unos celebrando y otros luchando a pie firme, ya sea siendo heridos o teniendo que herir para sobrevivir. Los motores del helicóptero estaban a plena marcha, casi a punto de reventar. El enfermero concentrado en cambiar vendajes, medicamentos y limpiar las heridas. Noté que balbuceaba, en voz baja, alguna oración.

El ascensor llegó al piso de cuidados intensivos, las puertas se abrieron y me sorprendió un cadáver cubierto de sabanas rosadas que atravesaba el pasillo. Me di la bendición, sin querer observar demasiado tiempo aquel espectro de la muerte, pero era inevitable. Las sabanas delineaban una figura sombría y fría, que parecía olvidada. Como un objeto más en aquel piso de médicos y enfermeras que transitaban acuciosos. Al parecer era un hombre joven. Imaginé alguna madre rogando a Dios por la salud de su hijo o alguna esposa esperando con sus hijos la noticia. Valientes mujeres, que al igual que su amor, necesitan de esperanza que las alimentara. Esperanza que había terminado en esta lánguida camilla.

Me carcomía la inquietud de descubrir, bajo las sabanas, que fuese el soldado que buscaba. Eso me hizo actuar de manera extraña, acerque mi mano y descubrí el rostro de aquel cadáver.

-¿Es usted familiar?- preguntó una enfermera, que me sacó, de repente, de mi ostracismo.

No, no...  Busco un soldado que trajimos esta mañana, venía herido por una mina en el monte.

Está apunto de despertar, dijo la enfermera, al tiempo que señaló la habitación. Indiferente cubrió el rostro del cadáver y se marchó con él hasta perderse en el fondo del pasillo. Allá va la más cruenta noticia, pensé.   

Un médico escucho aquella conversación.

¿Es usted familiar del soldado?-

-No, soy el piloto de la tripulación que, en la madrugada, lo evacuó de la Serranía de Ayapel. Vine a verlo porque quiero conocerlo.

-Gracias por lo que están haciendo ustedes, casi todos los días nos llegan soldados así. Este hombre llegó medio muerto, lo trajeron a tiempo. Mire, pronto despertará. Está muy grave, ha perdido mucha sangre y tratamos de controlar una fuerte infección generada por la contaminación de las heridas con excremento. Su pronóstico es reservado. Amputamos su pie izquierdo y aún no sabemos si pierde el ojo. Aún no ha despertado, si lo hace, no le dé la noticia, déjeme hablar primero con él.



 

Al entrar en la habitación lo encontré inconsciente y conectado a varios monitores que vigilaban los signos vitales. La atmósfera de la habitación era tan densa que sentí que pesaba sobre mis hombros. Reinaba un silencio glacial, como de tumba. Su rostro, era el de un modesto pescador. Las heridas ya se veían limpias y el muñón, envuelto en gasas, sobresalía en las sábanas. Uno de sus dedos hizo un movimiento brusco y el monitor empezó a pitar. Al instante abrió la mano izquierda y súbitamente, con un impulso tembloroso y torpe, levanto el brazo derecho para quitarse las conexiones que lo mantenían vivo. El médico se abalanzó y dio instrucciones para que le ayudara. Entró una enfermera corriendo.

Sus fuerzas fueron debilitándose hasta que logró la calma. Su mirada divagó por la habitación. Un médico, una enfermera, un hombre extraño, monitores, agujas y esparadrapos lo rodeaban. De pronto comprendió la situación. Su ojo derecho penetro la mirada del médico y éste con aire de dolor interior, tomó su hombro para hablarle.



 

Soldado, gracias. Gracias por lo que ha hecho por Colombia.  Ayer usted pasó por un campo minado y sufrió heridas. Uno de sus pies llegó muy arruinado y no pudimos recuperarlo.

El soldado apretó los ojos y los labios. Una lágrima rodó por su rostro. Hubo un silencio que traspasó los muros e invadió el piso entero.

¿Y mis compañeros doctor? ¿Cómo están ellos?

Ellos están bien- esta vez respondí yo; no hubo más heridos.

Se dibujó una alegría lejana en sus ojos, ¡viva mi Ejército Nacional! Vamos a ganar ¿cierto? Ese es mi Ejército. Y cayó en un llanto incontenible.  Sentí como si algo se me hubiese roto en el alma.

Después se calmó y quedamos callados largo rato. Había visto el espíritu de Colombia en aquel rostro deshecho, en aquel cuerpo debilitado, pero fortalecido espiritualmente. La de aquel soldado humilde, convencido de que su sacrificio es vital para el futuro de la nación y la paz de los colombianos.

El valor de este soldado no era falso, era virtuoso. Un héroe que ha escapado de las hipocresías. La Fuerza Aérea había salvado la vida de un valiente, símbolo del heroísmo de los soldados colombianos. Los que hacen posible la calma en las calles y parques de la ciudad, que celebraría con alborozo, la fiesta primaveral, mientras, el yacía en la cama del hospital y otros compañeros, bajo las frías lapidas de los panteones.

Camino a Rionegro, donde está mi Base Aérea, sentía como si no hubiese pronunciado una sola palabra en toda mi vida. O que no podría hablar con nadie, en ese momento, por la atracción de lo que me era más importante en ese momento, lo que era el objeto de mis pensamientos más profundos. Agudizaba mis oídos. Contenía los latidos del corazón para no perder un solo detalle de aquel encuentro trascurrido mientras la ciudad despertaba a las alegrías de las celebraciones.

MY. Ricardo Andrés Torres Suarez. Oficial FAC.

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