Amigos cronistas:
Con motivo de ser hoy el día del Ejército,
que se celebra en Medellín, y día de la Feria de las Flores, les comparto esta crónica
contada por un oficial de la Fuerza Aérea Colombiana. Uno de los sucesos que a
diario acontecen en nuestra nación.
No son hechos de otras partes sino de nuestra
propia tierra y en nuestros días.
Cordialmente: Coronel Iván González. Oficial FAC.
“LLEVADERA
ES LA LABOR CUANDO MUCHOS COMPARTEN LA FATIGA”
Vi el espíritu de
Colombia en aquel despertar. Fue la mañana de la Feria de las Flores, de sol
radiante y de ánimos primaverales. Una mañana de sábado en Medellín.
Antes de preguntar por
el soldado compré un presente de frutas y flores de moda, por las festividades
de ese día. En la oficina de información me dijeron que había concluido la
cirugía y se recuperaba en cuidados intensivos. Eran las 09:00 cuando tomé el ascensor.
Afuera se adornaban silletas, caballos y carrozas. Adentro, en el hospital
Pablo Tobón Uribe, en el piso de cuidados intensivos, un paciente yacía en cama
conectado a una bolsa de sangre a la yugular. Su rostro carecía de vida, con el
lado izquierdo destrozado, el ojo cubierto con gasa ensangrentada. La oreja, el
pómulo y la mandíbula remendados con varias suturas. Debajo de las sabanas se
entreveía una respiración frágil, casi fantasmal.
La noche anterior,
fuimos alertados para efectuar una evacuación aeromédica. Se trataba de un
soldado del Ejército Nacional herido por un campo minado durante los combates
contra los terroristas de las FARC. Bajo el fuego cruzado, su cuerpo fue
recuperado por un compañero quien rasgó el uniforme e hizo un torniquete a
nivel de la rodilla. Las heridas eran atroces. Expelían un olor nauseabundo,
contaminadas con las heces humanas que contenía la cargada de la bomba. El pie izquierdo colgaba de los tendones y el
filo de los huesos había atravesado la piel. El ojo izquierdo era una bola de
carne y girones de su rostro, cuello y brazo izquierdo, parecían escamas y lonjas
rebanadas por las esquirlas.
Las primeras horas de
aquella mañana habían sido fatigosas. A las 03:00, piloteando un UH-60 Black
Hawk de la Fuerza Aérea Colombiana había descendiendo entre los filos de la
serranía de Ayapel. Volaba con visores nocturnos junto a un helicóptero AH-60
Arpía, que disparaba sus ametralladoras para repeler el ataque antiaéreo. Descendíamos
vertiginosamente para evacuar al herido. Al lograr la copa de los arboles
iniciamos la aproximación final para aterrizar.
El flujo del rotor levantó tierra y pedazos de madera formaron un
remolino de luces y sombras, del cual emergieron cuatro soldados con la camilla
al hombro.
La recibieron el enfermero
de combate y los técnicos de vuelo. La instalaron en la cabina de carga. Tan
pronto salimos de aquel hueco y cerramos las puertas, el olor fétido de sus
heridas inundó la cabina. Fue tan repugnante que prendí las luces internas para
evaluar la situación. Era la figura de un guerrero gastado por la barbarie. Un
nazareno de rostro demacrado, de ropas lavadas en sudor, sangre y barro.
Mientras volábamos, el
enfermero de combate abrió el botiquín y agitó un frasco, inyecto el contenido
en el brazo del paciente, quitó los vendajes sucios, examinó las heridas,
evaluó el pulso y preguntó el tiempo para llegar a Medellín, le dije 50
minutos. Al fondo, detrás de las montañas, se veía el resplandor de la ciudad,
eran ya las 03:40 de la mañana y la ciudad se preparaba para celebrar las
mencionadas fiestas. Qué paradoja, pensaba, unos celebrando y otros luchando a
pie firme, ya sea siendo heridos o teniendo que herir para sobrevivir. Los
motores del helicóptero estaban a plena marcha, casi a punto de reventar. El
enfermero concentrado en cambiar vendajes, medicamentos y limpiar las heridas.
Noté que balbuceaba, en voz baja, alguna oración.
El ascensor llegó al
piso de cuidados intensivos, las puertas se abrieron y me sorprendió un cadáver
cubierto de sabanas rosadas que atravesaba el pasillo. Me di la bendición, sin
querer observar demasiado tiempo aquel espectro de la muerte, pero era
inevitable. Las sabanas delineaban una figura sombría y fría, que parecía
olvidada. Como un objeto más en aquel piso de médicos y enfermeras que
transitaban acuciosos. Al parecer era un hombre joven. Imaginé alguna madre
rogando a Dios por la salud de su hijo o alguna esposa esperando con sus hijos
la noticia. Valientes mujeres, que al igual que su amor, necesitan de esperanza
que las alimentara. Esperanza que había terminado en esta lánguida camilla.
Me carcomía la inquietud
de descubrir, bajo las sabanas, que fuese el soldado que buscaba. Eso me hizo
actuar de manera extraña, acerque mi mano y descubrí el rostro de aquel
cadáver.
-¿Es usted familiar?-
preguntó una enfermera, que me sacó, de repente, de mi ostracismo.
No, no... Busco un soldado que trajimos esta mañana,
venía herido por una mina en el monte.
Está apunto de
despertar, dijo la enfermera, al tiempo que señaló la habitación. Indiferente
cubrió el rostro del cadáver y se marchó con él hasta perderse en el fondo del
pasillo. Allá va la más cruenta noticia, pensé.
Un médico escucho
aquella conversación.
¿Es usted familiar del
soldado?-
-No, soy el piloto de la
tripulación que, en la madrugada, lo evacuó de la Serranía de Ayapel. Vine a
verlo porque quiero conocerlo.
-Gracias por lo que
están haciendo ustedes, casi todos los días nos llegan soldados así. Este
hombre llegó medio muerto, lo trajeron a tiempo. Mire, pronto despertará. Está
muy grave, ha perdido mucha sangre y tratamos de controlar una fuerte infección
generada por la contaminación de las heridas con excremento. Su pronóstico es
reservado. Amputamos su pie izquierdo y aún no sabemos si pierde el ojo. Aún no
ha despertado, si lo hace, no le dé la noticia, déjeme hablar primero con él.
Al entrar en la
habitación lo encontré inconsciente y conectado a varios monitores que
vigilaban los signos vitales. La atmósfera de la habitación era tan densa que
sentí que pesaba sobre mis hombros. Reinaba un silencio glacial, como de tumba.
Su rostro, era el de un modesto pescador. Las heridas ya se veían limpias y el
muñón, envuelto en gasas, sobresalía en las sábanas. Uno de sus dedos hizo un
movimiento brusco y el monitor empezó a pitar. Al instante abrió la mano
izquierda y súbitamente, con un impulso tembloroso y torpe, levanto el brazo
derecho para quitarse las conexiones que lo mantenían vivo. El médico se
abalanzó y dio instrucciones para que le ayudara. Entró una enfermera
corriendo.
Sus fuerzas fueron
debilitándose hasta que logró la calma. Su mirada divagó por la habitación. Un
médico, una enfermera, un hombre extraño, monitores, agujas y esparadrapos lo
rodeaban. De pronto comprendió la situación. Su ojo derecho penetro la mirada
del médico y éste con aire de dolor interior, tomó su hombro para hablarle.
Soldado, gracias. Gracias
por lo que ha hecho por Colombia. Ayer
usted pasó por un campo minado y sufrió heridas. Uno de sus pies llegó muy
arruinado y no pudimos recuperarlo.
El soldado apretó los
ojos y los labios. Una lágrima rodó por su rostro. Hubo un silencio que
traspasó los muros e invadió el piso entero.
¿Y mis compañeros doctor?
¿Cómo están ellos?
Ellos están bien- esta
vez respondí yo; no hubo más heridos.
Se dibujó una alegría
lejana en sus ojos, ¡viva mi Ejército Nacional! Vamos a ganar ¿cierto? Ese es
mi Ejército. Y cayó en un llanto incontenible.
Sentí como si algo se me hubiese roto en el alma.
Después se calmó y quedamos
callados largo rato. Había visto el espíritu de Colombia en aquel rostro
deshecho, en aquel cuerpo debilitado, pero fortalecido espiritualmente. La de aquel
soldado humilde, convencido de que su sacrificio es vital para el futuro de la
nación y la paz de los colombianos.
El valor de este soldado
no era falso, era virtuoso. Un héroe que ha escapado de las hipocresías. La
Fuerza Aérea había salvado la vida de un valiente, símbolo del heroísmo de los
soldados colombianos. Los que hacen posible la calma en las calles y parques de
la ciudad, que celebraría con alborozo, la fiesta primaveral, mientras, el
yacía en la cama del hospital y otros compañeros, bajo las frías lapidas de los
panteones.
Camino a Rionegro, donde
está mi Base Aérea, sentía como si no hubiese pronunciado una sola palabra en
toda mi vida. O que no podría hablar con nadie, en ese momento, por la
atracción de lo que me era más importante en ese momento, lo que era el objeto
de mis pensamientos más profundos. Agudizaba mis oídos. Contenía los latidos
del corazón para no perder un solo detalle de aquel encuentro trascurrido
mientras la ciudad despertaba a las alegrías de las celebraciones.
MY. Ricardo Andrés
Torres Suarez. Oficial FAC.
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