DOLOR
EN ITUANGO
Por Mayor Ricardo Torres
Pasadas las diez de la noche, las siluetas de tres
helicópteros Black Hawk de la
Fuerza Aérea Colombiana FAC, desaparecieron tras la neblina
que rondaba por la plataforma de vuelo del Comando Aéreo de Combate No. 5
(CACOM-5) en Rionegro, Antioquia. Esa noche, mientras los termómetros de las aeronaves
bajaban a punto de congelación, al otro lado de Antioquia, entre las
estribaciones de la cordillera occidental, gritos desgarradores de niños y adultos
se escuchaban bajo los escombros que dejó la explosión de una bomba, puesta por
las ONT-FARC, en la calle más alegre y concurrida de Ituango durante la
celebración de las fiestas de la Agricultura y el Retorno.
Todas las alarmas del Departamento se encendieron y al
Centro de Comando y Control CCC del CACOM-5 llegaron las primeras llamadas.
Allí, en el bunker bajo tierra, cinco militares frente a sus computadores
iniciaron la cadena de coordinaciones para evacuar sin demora los heridos. Alertaron
a las tripulaciones de los tres helicópteros. Confirmaron las condiciones médicas
de las víctimas. Ubicaron a las tropas del Ejército Nacional sobre mapas
digitales. Analizaron el informe meteorológico que amenazaba con el
desplazamiento de una nube de mal tiempo sobre la población y coordinaron el
envío de ambulancias al Programa Aéreo de Salud en el aeropuerto Olaya Herrera
de Medellín.
Mientras estas coordinaciones ocurrían, pilotos,
técnicos de vuelo, artilleros y enfermeros de combate corrían hacia los tres helicópteros
Black Hawk estacionados en la línea de vuelo. El tiempo de reacción era vital
para salvar esas vidas. En 10 minutos iniciaron los procedimientos de arranque
de los motores. Activaron los sistemas eléctricos. Encendieron las luces verdes
de las cabinas. Ajustaron sus chalecos de supervivencia con lo necesario para
el caso de ser derribados (brújula, luces de bengala, kit de primeros auxilios,
radio de localización, cuchillo..) Se acomodaron los chalecos blindados, los
guantes y finalmente el casco de vuelo en el que engancharon los visores
nocturnos. Aparatos que al convertir la luz en electricidad, permiten ver en la
noche como si fuera de día. Los rotores empezaron a girar.
30 minutos tardarían hasta Ituango. En vuelo, el CCC
transmitió a los pilotos la información obtenida: había buen tiempo en la
ruta de vuelo pero malo sobre Ituango. Los heridos estaban graves, los
terroristas hostigaban a las ambulancias y el EJC y la Policía protegían y asistía
a los enfermos.
Los helicópteros denominados como “Ángel 1 y 2”, están
equipados con los elementos para la atención médica durante la evacuación y el
transporte de pasienters en cualquier tipo de terreno. Y el “Arpía”, versión
colombiana de helicóptero artillado, está equipado con ametralladoras y cohetes
para escoltar a los Ángeles, ya que generalmente estos ingresan a las áreas de inminente
fuego enemigo.
Al mando del Ángel 1 iba "Black Jack", piloto
experimentado que ha participado en las operaciones de guerra más decisivas del
país. Con él iba el Técnico de Vuelo Acosta capaz de corregir cualquier falla
técnica y enfermero de combate con 21 rescates en accidentes aéreos y cerca de
700 vidas salvadas. La mayoría soldados mutilados por minas “quiebra patas”. También
el copiloto que asiste al piloto en la toma de decisiones y lo reemplaza en
caso de que éste sea herido o muerto. Un artillero que repara el armamento. Un operador
de equipos especiales como la grúa de rescate que puede levantar hasta 600
libras. Suficiente para subir desde tierra una camilla con el herido y al enfermero.
Los enfermeros de combate son entrenados con varios
cursos militares de búsqueda y rescate de tripulaciones derribadas en territorio
hostil. El de lancero para sobrevivir y luchar en la selva sin más ayuda que la
de sus propias manos. El de contra guerrillero para combatir la guerra
irregular y el de paracaidista militar para descender sigilosamente y capturar objetivos
estratégicos.
Pero esta vez no iban a una misión de guerra, su lucha
era más metódica, sin cabida a errores y contra el reloj. Se preparaban para
combatir la muerte al recibir en sus manos a personas afectadas por toda clase
de heridas: tórax, brazos y piernas perforadas por esquirlas. Pies, rodillas,
pantorrillas, destrozadas por explosivos. La adrenalina se disparó cuando
despegaron las aeronaves. A bordo, bajo la tenue luz verde, Acosta y su
compañero empezaron a preparar una pequeña sala de atención médica. Anclaron allí
la botella del oxígeno, colgaron allá el suero, a la mano los guantes y las jeringas,
alistaron el equipo de venoclisis, los apósitos y las gasas para cubrir las lesiones.
En la cabina de mando, Black Jack seguía la ruta trazada en su cartografía,
hablaba por el radio con las tropas del EJC que los atendían. El reporte
inicial era de cuatro niños graves, pero a medida que se iban acercando, el
número de víctimas aumentaba: 5, 8, 12, 15, 17…
Las aeronaves tomaron la ruta del río Cauca y dejaron
atrás la resplandeciente Santa Fe de Antioquia. Más adelante, vieron las luces
de Sabanalarga y a lo lejos, sobre Ituango, una descarga eléctrica que partió
el horizonte en dos. El reporte meteorológico era correcto, un frente de mal
tiempo se acercaba al pueblo. La noche se puso más oscura y las corrientes de
viento frío sacudían a las aeronaves. El olor a lluvia se coló entre las
ventanas, las cuchillas limpia parabrisas se activaron y los rayos a centelleaban.
Los tres helicópteros, uno tras otro, volaban enfilados hacia la tormenta con
la esperanza de encontrar un espacio por donde llegar hasta Ituango.
Con cada nueva víctima reportada los enfermeros
aumentaba el número de botellas de suero, hipodérmicas y abrían espacio en la
cabina. A 9 km del pueblo, los pilotos observaron el resplandor de las luces
tras una cortina de nubes. Giraron por un lado y por otro, buscando por donde
entrar. En tierra, las víctimas esperaban escondidas en las bodegas del Comité
de Cafeteros, ya que durante el desplazamiento las ambulancias habían sido
hostigadas con armas por las terroristas FARC.
Una nube menos densa permitió el ingreso de las
aeronaves. El Ángel 1 aterrizó escoltado por el Arpía en el helipuerto de la
sede de los cafeteros. Al abrir las puertas ambos enfermeros descendieron y
gracias a los visores nocturnos llegaron hasta las víctimas que eran escoltadas
por las tropas. Allí empezó el desplazamiento, ambulancias y carros previstos
que alumbraban con sus luces de emergencia. Vendas volaron por el aire producido
por los rotores. Los médicos y policías corrían con los heridos en camillas,
niños con piernas y brazos fracturados gritaban de dolor. Los soldados cargaban
heridos a la espalda. Otros lo hacían en camillas improvisadas con colchonetas.
A la aeronave fueron llegando las primeras víctimas, primero se ubicaron los
niños y luego adultos muy graves.
Ángel 1 despegó con los seis primeros enfermos. Al
cerrar las puertas el olor metálico de la sangre enturbió el ambiente. Pronto Acosta
y su compañero empezaron a examinar los niños, cambiaban sus bolsas de suero,
los catéteres, las vendas saturadas y conectaban el monitor de signos vitales a
un joven policía que venía con cráneo abierto. Acosta examinó las piernas partidas
de una pequeña de cuatro años que con horror miraba a su angustiado padre. A un
niño de ocho con el brazo izquierdo fracturado en cúbito y radio que veía cabizbajo
las botas de combate del tripulante de vuelo. A un niño de 8, semidesnudo, de
cabeza vendada, una línea de suero en su brazo, su pierna derecha y brazo
izquierdo fracturados, que cerraba con fuerza sus ojos y labios tratando de
calmar el dolor.
¿Cómo era posible que los terroristas hicieran esto a
los niños? que dolor, sus sonrisas se convirtieron en miedo. No era justo, no
era justo, dijo días después uno de los tripulantes del helicóptero. Mientras
esto ocurría, el Ángel 2 recogía las demás víctimas y el Arpía sostenía sobre
él, ejecutando un patrón de tiro en actitud protectora.
El vuelo duró 30 minutos. Rápido para los enfermeros y
lento para los heridos. Al sobrevolar el embalse de La García y virar hacia
Medellín el imponente resplandor de la ciudad, en la media noche, trajo
esperanza a los pilotos que venían exigiéndo la máxima potencia a los motores. Como
si fuera un portaviones, en medio de un mar de luces, apareció la pista del
aeropuerto Olaya Herrera.
Allí en el Programa Aéreo de Salud, los grupos de Rescate
Antioquia, Vigías, Garzas, Defensa Civil y la Cruz Roja recibieron los
heridos y organizaron un perfecto desplazamiento a los hospitales y clínicas de
la ciudad, que tan generosamente atienden a las inocentes víctimas del
terrorismo brutal. Su acción samaritana es tan valiosa como el mismo rescate
militar. Al alejarse las ambulancias, Black Jack acelero
y se elevó para regresar por el resto de los pendientes. El Ángel 2 arribó a Medellín e hizo lo mismo.
A las 3 de la madrugada, con 19 rescatados, la misión de
la escuadrilla de helicópteros compuesta del Arpía y los dos Ángel estaba cumplida.
Sentimientos encontrados entre felicidad
y desprecio rondaban sus corazones. Despegaron de Medellín para regresar a su
base de operaciones donde silenciosamente los esperaba el calor de sus hogares,
con esposas e hijos.
Pero al comunicarse nuevamente con el CCC y reportar
el éxito de la misión, dos nuevas tareas les fueron asignadas esa misma noche. La primera, la evacuación de un soldado gravemente
afectado en las selvas del Choco por un disparo en el abdomen durante combates
contra las ONT-FARC. Y la otra en Yarumal. Un soldado alcanzado por un
proyectil en su pierna derecha. Ambas aeronaves tomaron rumbos diferentes. Black
Jack giró hacia el Choco mientras Acosta empezaba a cambiar sus elementos y limpiar
el piso ensangrentado para atender a su nuevo paciente.
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