TESTIMONIO DE UN RESCATE AEREO DE COMBATE
Para el año de 1996 las Fuerzas Armadas
habían sufrido varios descalabros de combate en el sur occidente de Colombia.
De infortunado recuerdo, ente otros, se tienen los de la Hormiga. Puerres,
Orito, Patascoy y Las Delicias.
El 30 de agosto de 1996, 415
terroristas del bloque sur de las Farc arrasaron por sorpresa la base militar de
Las Delicias. Al cabo de un desigual combate, murieron 31 militares, 60 fueron
secuestrados y 15 quedaron heridos de gravedad. Este es el testimonio vivido y
narrado por el mayor Ricardo Torres, desde la parte aérea, como copiloto del
primer helicóptero militar que aterrizó en el lugar de los hechos, con la participación
del Coronel Iván González, desde la parte terrestre, como comandante del Grupo
Aéreo del Sur, en la Base Aérea de Tres Esquinas, Caquetá.
UH 60
Eran las cuatro y media de la tarde
cuando despegamos del Batallón Joaquín Paris en San José del Guaviare con rumbo
a la población de Las Delicias en el departamento del Putumayo. Volamos en un
Black Hawk de la Fuerza
Aérea Colombiana. Yo hacia parte de la tripulación de 4
personas que recibimos la orden de evacuar soldados heridos en combate.
Sobrevolamos durante dos horas y media
sobre selva espesa, infinita y profunda. A la mitad del camino, nuestra cabina,
que hasta ese momento vivió un ambiente fraternal y tranquilo, se fue quedando
en silencio y se llenó de inquietantes secretos. La noche cayó sobre nosotros trayendo
consigo un paisaje siniestro, tenso y enigmático, como preludio de
acontecimientos fatídicos. Debajo, la jungla, era cada vez era más primitiva e
intrigante.
CABINA DEL UH 60
Después de recorrer 450 kilómetros llamamos
repetidas veces: Ejercito, Ejército, de rotor... Ejercito, Ejercito, de rotor...
A la espera de una respuesta, imaginaba aquellos hombres tratando de sintonizar
los radios cuando sintieran el rumor de nuestra nave. Lo único que escuchábamos
era la lluvia de la estática atmosférica. El sistema de navegación marcó las
coordenadas del destino justo debajo de nosotros, pero no podíamos verlo. Todo
estaba oscuro. Hicimos varios giros, hasta que este surgió debajo de una bruma
densa, “Creo que es ahí!”, dijo el Capitán“. Miré y apareció una base militar desolada
y destruida por la barbarie. Construcciones incendiadas, escombros, postes y
cuerdas, formaban desordenada telaraña junto a pequeñas embarcaciones hundidas
a la orilla del río.
Buscábamos un soldado, un campesino o alguna
luz, pero nada apareció. Pensamos seguir hacia la base aérea más cercana,
ubicada a 60 kilómetros sobre el río Orteguaza, pero no teníamos suficiente combustible
en el depósito que alimentaba los motores. Era indispensable aterrizar, para
reabastecer, en aquel pueblo fantasma donde los terroristas nos debían esperar
o de lo contrario caeríamos en la selva. Pensamos en una emboscada preparada. Era
inevitable entrar repeliendo posible fuego enemigo. Nuestra situación era
crítica. En ese instante todas las posibilidades pasaron por la mente, desde la
idea de arborizar, caer sobre algún cultivo ilegal o entrar en combate frontal.
ATERRIZANDO ENTRE LA SELVA
Todas las alternativas eran
peligrosas, pero el deber era el de llegar luchando contra el enemigo o contra el
riesgo de un accidente para rescatar a los heroicos heridos. Descendimos a poca
altura donde identificamos lo que parecían ser personas acostadas en el suelo y
bultos en movimiento. Pensé que los habíamos sorprendido, aunque era raro que
no se ocultaran. Eran soldados caídos en acción y el movimiento era de cerdos
salvajes husmeando en medio de ellos. El comandante de la aeronave tomó las
precauciones necesarias y ordenó alistar las ametralladoras.
De inmediato, pusimos máxima
disposición de combate, se posicionaron los escudos protectores de cabina y se desaseguraron
las armas. Los pilotos con las manos sobre los controles de vuelo, los
artilleros ajustaron los chalecos blindados y empuñaron las ametralladoras con el
índice en el disparador. Todos con los ojos buscando en lo profundo. Estábamos alertas,
callados, con la adrenalina calcinando el miedo, el sudor escurriendo por el
cuello y los corazones palpitando aceleradamente.
ARMAMENTO EN LA MANO
Muy bajos, las ráfagas de los rotores avivaban
las cenizas, apartaban los árboles agitando sus ramas, levantando hojas y polvo
en diabólicos remolinos. El peligro era latente pero seguíamos vivos, ni un
disparo ni explosiones ni gritos, nada. En vuelo lento, casi tocando el piso,
el helicóptero se deslizaba, cual ángel de la noche explorando entre las ruinas
de una antigua civilización extinta. Creí estar en un lejano asteroide en
búsqueda de una patrulla perdida durante una fallida exploración espacial. Con
las lámparas alumbramos las construcciones incendiadas, los rincones y las destruidas
torres de los valientes vigías.
La pegajosa humedad, con fétido y penetrante
olor sepulcral, entró por las puertas de los artilleros. Era el vaho de los
cadáveres que convertían el aire en irrespirable y nauseabundo gas. Nos invadió
la desolación y el espectro de la muerte. En la plaza de armas, llena de
cráteres por el intenso bombardeo, antes cancha para deportes, yacían 17
cuerpos, 5 incinerados junto a las trincheras, 8 caídos dentro de las ruinas y
5 ahogados en la orilla del río. Las víctimas de un cruento final.
VIENTO INFERNAL
El fuerte e inevitable viento de la
maquina, agitaba a los heroicos patriotas inmolados pero no vencidos, inermes,
cubiertos con los harapos del destruido equipo militar. Algunos, con los ojos
abiertos en sus pálidos rostros, mostraban el último gesto de valor. Nos
aproximábamos al tiempo que nos empeñábamos en detectar cualquier señal de
peligro.
De repente, notamos destellos de luz
titilando con ligeros movimientos en la oscuridad. De inmediato detuvimos el
vuelo pensando en el ataque frontal. Giraron las ametralladoras, quietud,
máxima alerta y tensión con los nervios a punto de reventar. Solo el silbido de
las turbinas y el golpeteo seco del rotor, pero no se escuchaban disparos.
Como sombras surgiendo de tumbas,
comenzaron a aproximarse siluetas arrastrando los pies y levantando los brazos en
actitud de suplicantes zombis. Caminaban tambaleantes implorando ayuda. Cuando el
potente chorro de luz del reflector del helicóptero los cubrió, de repente, aparecieron
sus fantasmales figuras. Encontramos lo que habíamos venido a buscar desde el
lejano Guaviare, de donde habíamos partido esa tarde, a muchas millas de
distancia de la amazónica selva al oriente del país, sin saber lo que nos
esperaba. Eran los sobrevivientes de la arrasada Base Militar de Las Delicias,
sobre el río Caquetá. Parecían seres del otro mundo que solo el brillo de sus
ojos lo negaba, porque el resto era igual: lodo, sangre, sudor y lágrimas.
Aterrizamos casi a las siete de la
noche entre lo que había sido su albergue. Caminé hacia ellos y me sorprendió
un Teniente médico de la Armada
acompañado de un enfermero y 22 heridos. Había llegado antes que nosotros,
subiendo por el río, desde la
Base Naval destacada en la frontera con el Perú. Algunos, en
estado grave, tenían no menos de 4 y 5 impactos de bala en distintas partes del
cuerpo; otros intentaban caminar aunque solo conseguían arrastrarse.
LAS RUINAS
Debíamos partir pronto, el enemigo podía
estar acechando cerca. Unos acostados y otros sentados, pero al final no cabían
todos en el helicóptero. Prioridad, se abordaron los más graves. Ningún soldado
deseaba quedarse a la espera de otro vuelo y confundían al oficial con sus
gritos de angustia. Era una situación inevitable así fuese dolorosa. Los menos
afectados para después.
Mientras tanto, mi Capitán al mando del
helicóptero, había abastecido la nave con los últimos 50 galones del
combustible de reserva, que habíamos previsto llevar en un bidón auxiliar. Aceleramos
los motores y despegamos mientras yo miraba por la ventanilla a quienes se
quedaban por falta de cupo. En sus ojos se veía la angustia de tener que soportar
el miedo de permanecer por más tiempo en el sitio. Volamos hacia la Base Aérea de
Tres Esquinas.
En la cabina había un ambiente
nauseabundo que emanaba de las heridas descompuestas que se mezclaba con el
acre olor de la sangre y el sulfuroso humo de las armas que impregnaba sus cuerpos,
empapados con el sudor del calor tropical. Además de los lamentos y el negro abrazo
de la oscuridad de un infinito espacio selvático. Era como estar en el infierno.
Al instante perdimos de vista la diferencia entre el cielo y la tierra. Era el
panorama de un mundo sin horizontes.
Treinta minutos después llamamos: Torre
Tres Esquinas, Tres Esquinas; helicóptero FAC 4122… FAC 4122. Contestaron: Siga
FAC 4122, Control Tres Esquinas”. Informé la hora de llegada y el número de
heridos. Encontramos el punto de aterrizaje en la oscuridad, señalizado solo con
los precarios medios de iluminación disponible en el lugar, que nuestros
aliados logrado instalar. Mecheros, luces de los pocos vehículos y linternas
hacían de señalaros en el lugar de aterrizaje. Adicionalmente habían puesto en
operación todos los medios de generación eléctrica disponibles para ayudarnos. Habían
prendido el alumbrado público, las dependencias y viviendas, para que en algo
sirvieran de faro orientador a nuestra aeronave. Se pretendía crear una mancha
de luz en medio de la infinita selva.
LA BASE AEREA
Tres Esquinas es una Base Aérea
enclavada en medio de la jungla con el fin de hacer presencia nacional y
desarrollo fronterizo. Misión asignada desde el ya olvidado conflicto con el
Perú y por ello sin dotación especifica como unidad de combate y poder aéreo. Aterrizamos
y pronto, aparecieron las destellantes luces de las ambulancias mezcladas con
las voces de los médicos y las enfermeras.
Sin embargo, no era el fin de tan dramático
rescate. Faltaba trasladar a los heridos a un centro de salud con mejores
servicios. Transcurrieron 20 minutos cuando, desde lo profundo del negro cielo,
se escuchó el distintivo rumor de un avión Hércules ambulancia que se
aproximaba. No lo veíamos ni entendíamos cómo conseguiría aterrizar, más si lo
sentimos sobre nosotros trayendo una esperanza de salvación.
El comandante de la unidad había sido
consultado por el máximo mando de la nuestra fuerza militar para pedir su
opinión sobre si la gravedad de los heridos rescatados ameritaba intentar una difícil
operación de un pesado avion ambulancia, en la noche, a ese destino sin ayudas
técnicas confiables para un aterrizaje aceptablemente seguro. Era riesgoso pero
ante el concepto de los médicos, decidió recomendar la operación. Y el
comandante FAC, en un acto de solidaridad con sus soldados, la ordenó asumiendo
todas las consecuencias.
De repente y cuando mas próximo se
sentía, la potente luz de una bengala abrió un gran hueco en lo alto de la ignota
bóveda celeste e iluminó el espacio. El avión apareció suspendido en el aire, en
medio de un resplandeciente círculo, cual musculoso alado dios griego que
acude a apoyar y cuidar a sus guerreros.
EL AUXILIO AEREO
Su silueta, en forma de cruz, giró majestuosa
para aterrizar contrastando con el negro fondo del cielo. Cuando se posó en
tierra, dejó en claro su llegada con una potente rastrillada de ruedas, frenos
y una nube de humo de caucho quemado. Los motores rugieron a máxima potencia para
contener la pesada y veloz mole salvadora. Sus hélices brillaron en cuatro
grandes círculos reflejando los últimos rayos y destellos de luz de la bengala.
Todos nos unimos a la celebración con gritos de espontáneo júbilo. Lo había logrado
y los sobrevivientes se salvarían.
Rápidamente embarcamos a los soldados
y, a la media noche, despegó el avion desapareciendo nuevamente en el oscuro
velo. Exhaustos y complacidos respiramos profundo por la satisfacción de una
nueva misión cumplida con aquel fatídico rescate. Nuestro mejor premio fue el
saber que estos hombres pronto llegarían a un mejor lugar donde curarían sus
heridas debidas a su invaluable valor y entrega a la patria.
Las condiciones meteorológicas
empeoraron con nubes bajas, espesa neblina y algo de llovizna, que no permitían
otro vuelo seguro del nuestro helicóptero de rescate. De por si la operación anterior
había sido muy peligrosa ya que el helicóptero ni la tripulación no estaban
equipados para operación nocturna. Los que quedaron fueron rescatados al otro
día cuando las condiciones fueron favorables.
Después de estos hechos las cosas
comenzaron a cambiar significativamente para las Fuerzas Armadas en su lucha
contra los inhumanos y violentos.
Mayor Ricardo Torres. Oficial FAC.
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