EL SUEÑO DE VOLAR
No se
me permitió ingresar a la escuela primaria en el municipio de Concordia Ant. en
donde residíamos en enero de 1962, por tener tan solo 7 y medio años. Debí esperar
al siguiente año. Las normas escolares eran estrictas en ese aspecto.
Mientras
eso sucedía, nuestra abuela materna, que vivió casi toda su vida en Urrao,
decido visitar familiares y amigos de su juventud. Para ello me invitó de
compañía.
Mientras
estábamos en esa localidad, una de las pocas en la región que tenía campo de
aviación, como se les decía a los aeropuertos en ese entonces, anunciaron la llegada
de una comisión del alto gobierno que vendría de Bogotá, en compañía de otros
funcionarios de Medellín, en un avión especial.
Las
autoridades locales convidaron a varias personas para el recibimiento. La familia
que nos hospedaba fue de ellas quisieron que fuésemos al acto de bienvenida que
se realizaría en el aeropuerto. Eso era una gran novedad no solo para los
locales más acostumbrados a ver aviones, sino para nosotros que nunca los habíamos
podido ver de cerca. Pues ni cortos ni perezoso nos unimos a la comitiva.
La
pista era en tierra destapada y solo una parte estaba en grama. No tenía torre
de control. Había únicamente una estación meteorológica y un pequeño cobertizo,
que hacía las veces de terminal, donde se resguardaban los pasajeros. Era la precaria
infraestructura aeronáutica disponible.
Desde cuando
el avión hizo la solemne y majestuosa maniobra de aterrizaje, todo fueron fuertes
sensaciones para un niño de poca edad, de origen rural y pueblerino, que vestía
pantalones cortos según la costumbre. El poderoso ruido de los motores era como
un estruendo de volcán. Rugían con fuerza y potencia descomunal. El tamaño de
la aeronave semejaba una bestia prehistórica que, de alguna fantástica y mágica
forma, podía remontar el aire a pesar de su tamaño y peso.
Cuando
se detuvo, era tal el impacto, sobre todo para los niños, que nos quedamos
paralizados observando el fenómeno. Hasta nos causaba miedo. Estábamos con la
boca abierta como si el asombro nos hipnotizara. Era demasiado grande y su estructura
de aluminio sin pintar, brillaba como un espejo de acero pulido.
Las
ruedas eran muy grandes y en la cola lucía la bandera colombiana para demostrar
claramente la nación a la que pertenecía. Las hélices, por su dimensión, era increíble
que pudiesen girar a tanta velocidad que se hacían invisibles e impulsaran esa
enorme masa. Si la memoria no falla, la matricula era la del DC 3, FAC 654.
EL FAC
654 A QUE REMPLAZÓ AL ORIGINAL FAC 654 DESPUÉS DE QUE SE CONVIRTIERA EN EL
FANTASMA FAC 1654
Habiendo
bajado los pasajeros y entretenidos con quienes los recibían, los jovenzuelos curiosos
fuimos perdiendo el temor y decidimos acercarnos al prodigio que nos había fascinado.
Uno de los miembros de la tripulación, que atendía asuntos de la máquina, nos
observaba con aire de alerta cuidando que no fuésemos a cometer una imprudencia.
Con el
fin de ser cordiales, decidimos proponerle conversación en busca de conocer
sobre el fenomenal invento. El hombre no fue fácilmente abordable. Casi que en actitud
despectiva nos prestaba solo la necesaria atención y respondía con monosílabos a
nuestras preguntas cuando le era indispensable. Era evidente el poco interés
que le valían los que, para él, eran imprudentes mozuelos de poca consideración.
Fue evidente que le éramos incómodos.
En
esas, se me ocurrió decirle que de uno de los motores salía aceite como pensando
que con ello lograría ganar su voluntad y romper el hielo. Yo no tenía la menor idea de que eso
era casi que inevitable en ese tipo de motores, lo cual solo vine a saber
muchos años después. La observación no le gustó mucho. Su respuesta fue la de
que nos debíamos retirar porque era peligroso el estar debajo del avión.
PILLUELOS
La pedante
respuesta tampoco me fue de buen recibo. Me surgió, de manera repentina, una
idea que no tenía ningún fundamento, mucho menos que fuera creíble por lo ilógica
y descabellada.
Como por
reflejo instintivo, nada racional, le dije: yo voy a volar este avión. Eso sí
le llamó la atención. Con sonrisa más bien burlona, preguntó, sorprendido ¡Sí!
¿Y cuando? A lo que contesté: No lo sé, pero algún día.
No me
creía yo mismo lo que acaba de decir pero tampoco tenía la intención de
desmentir. No hubo más oportunidad de hablar porque en ese instante, mi abuela
me llamó para que la acompañara porque debíamos regresar al pueblo. Sin
despedirme, me alejé pensando en el agrado que al tripulante causaba mi partida
por deshacerse del osado chiquillo pedante. Al mismo tiempo en la inquietud que
debí dejar en el superhombre.
Mi
abuela quiso saber que me estaba diciendo el señor. Le conté que era yo quien
le estaba diciendo que yo quería volar aviones como esos y que algún día lo
haría. Tampoco me creyó y mejor guardó silencio. Por supuesto que no quise
insistir porque sabía perfectamente que no era normal creer tal ocurrencia a un
niño en un pueblo remoto. Después, ella vivió lo suficiente para verme como estudiante
de aviación.
Pasaron
los años de primaria y bachillerato. Un día del mes de noviembre del año 1973, fui
proclamado bachiller en el Seminario Menor de Jericó. El secretario académico
del plantel, durante la ceremonia, anunciaba la profesión que cada uno de los
nuevos bachilleres pretendía seguir. En mi caso, dijo: "AVIADOR". De
inmediato se dejó oír un murmullo en el público asistente al acto, quizás de
sorpresa o de incredulidad, por lo inusitado. Era como si fuese algo exótico en
un pueblo alejado de los aviones.
Otros
años más, me graduaba como piloto militar y era ascendido al primer grado del
escalafón del rango de oficial, el de Subteniente. Para ese momento invité a un
querido profesor sacerdote del bachillerato, que siempre había confiado en mi
aspiración, a pesar de lo difícil que parecía la realización.
Como religioso
le pedí que tuviese la gentileza de bendecir la espada que se nos da como
símbolo y expresión de autoridad. La misma que los militares conservamos de por
vida y se coloca sobre el féretro cuando se nos llama a la eternidad.
Años
después volé ese tipo de aeronaves, durante diez años, por todo el país. Por
las zonas mas lejanas de frontera y en múltiples recorridos. En la flota de
aviones que volaba estaba el FAC 654. Cuando dejé de volarlos, también coincidió
con la determinación de la Fuerza Aérea de suspender la operación de los C 47 o
DC 3.
Eran aeronaves
de trasporte y lanzamiento de paracaidistas pero muy longevas en tecnología. Algunos
fueron trasformados en artilleros con un trabajo de repotenciación y modernización.
Fue rematriculado como el FAC 1654 con capacidad ya de fuego aéreo y denominado
“El Fantasma”. No es adivinable cuantos años más vivirá subiendo al cielo y
regresando a tierra.
EL
FANTASMA
El
resto fue enviado al retiro. Uno de ellos pasó al museo aeronáutico donde
actualmente se encuentra de reliquia de una época pasada. Allí, con agrado, lo
contemplo disfrutando de su merecido descanso. A él y a sus colegas, los traté
con aprecio, cuidado y el mejor respeto. Por eso me respondieron con lealtad.
Ahora
siento que me dicen que juntos logramos sobrevivir de esa aviación esforzada en
donde todo es alerta constante porque nada es automático. Es una comunicación
misteriosa entre seres, donde ellos tienen vida propia y expresan su amistad
telepáticamente.
Una premonición
surgida en un momento imprevisto y en un pueblo lejano se hizo realidad. Aunque,
para ese instante, era algo irrealizable por lo distante en el tiempo, el lugar
y las circunstancias.
La
foto aérea es del hermoso valle donde se asienta el pueblo de Urrao entre las
montañas de Antioquia y donde se aprecia la pista ya pavimentada, lugar del
sueño de volar.
Además
la de unos curiosos pillos a los cuales solo les falta la compañía de una
picaresca perrilla, admirando esa fantástica máquina voladora del DC-3. Como me
aconteció a esa tierna edad: “Es
flaca sobremanera / toda humana previsión / pues en mas de una ocasión / sale
lo que no se espera”.
LA
PISTA DEL SUEÑO DE VOLAR
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