CRÓNICAS
DE UN CURA PAISA
POR
EL PADRE ANTONIO MARÍA PALACIO VÉLEZ
CAPÍTULO
5
LA
CUMBRE DEL SAN FERNANDO.
Entre
los días 15 y 16 seguimos la marcha, pero esta fue la jornada más larga y
peligrosa porque cada rato tropezábamos con grandes grietas entre peñascos
rajados cubiertos por musgos de tal manera que no podíamos advertir el peligro.
En varias ocasiones nos vimos expuestos a caer en estas profundas y oscuras
hendiduras. Después de una agotada jornada llegamos a las tres de la tarde a la
cúspide del San Fernando.
Ingresando
a la cumbre del San Fernando, por el lado norte, se encuentran grandes
frailejones hasta de 4 m de altura. Con sus macetas de hojas peludas y
coronados por sus flores amarillas.
La
cumbre es una peña plana medio inclina hacia el sur y en forma de batea que
tiene como una cuadra de ancho por dos de largo y sobre la cual, a trechos,
crecen frailejones. Donde termina esa peña plana se levanta un promontorio que
tiene unos 40 m de altura. Está completamente cubierto por una manta de cardos
que crecen en el suelo y cuyas hojas, que son envainadoras, están siempre
llenas con el agua que reciben de las lluvias. Este promontorio es la parte más
alta del Picacho.
Al
pie de Este promontorio y al lado norte, hay una especie de laguna formada por
el agua que destilan los cardos. El agua de la laguna que llega al pie del
promontorio no es visible porque la profusión de cardos que crecen en el suelo
la ocultan. Y allí sale hacia el occidente un arroyo que da inicio al río Andágueda
que va hacia Chocó y cuyas aguas arrastran pajuelas de platino.
La
roca es de color oscuro y esta mezcla con pequeñísimas partículas metálicas de
color blanquecino. En su superficie vi muchas y largas excavaciones producidas
por los rayos que al caer hacen explosión abriendo surcos en la roca en forma
de zigzag, penetrando hasta 25 cm de profundidad y 20 m de longitud. Froté la
cuchilla de una navaja contra la peña y ésta quedó completamente imantada lo
que me hizo deducir que esta peña es un gigantesco imán.
Recorrí
minuciosamente toda la cima y por ninguna parte encontré señas que alguien
hubiese subido antes a este cerro. Fui pues el primero que escalé el San
Fernando. Saqué el barómetro Y marcaba 3920 m de altura es decir igual a lo que
mide el farallón del Citará.
Sólo
armamos la carpa sostenida por troncos de frailejón y asegurada a las raíces
del arbusto. Como estábamos en verano la tarde era bellísima. A las ocho de la
noche no había luna pero el firmamento estaba claro, el cielo muy limpio y allá
en lo alto titilaban las estrellas. Hacía mucho frío. El termómetro marcaba 3°
sobre cero.
LAS SEÑALES DEL EXITO
Habíamos
llevado dos docenas de cohetes de luces para hacer señales para que los
habitantes de Jardín supieran que habíamos escalado el cerro. Le dije a Antonio
José Uribe, quien era pirotécnico y había hecho los cohetes, que los lanzara.
Pero le advertí que le quitara los truenos y sólo le dejara las luces. Pues le
dije que la explosión de un trueno, a esta altura, podía descomponer la atmósfera
y desencadenar una tempestad. Él me aseguró que ninguno de los cohetes tenía
trueno. Se retiró a poca distancia de la carpa y comenzó a lanzarlos.
Los
primeros tres voladores, muy bien, subían, 300 m sobre nosotros y no estallaban
pero en el aire quedaban columpiando un penacho de luces brillantes de varios
colores. Pero los que lanzó posteriormente algunos llevaban truenos y tan
potentes que cuando estallaban en la altura retumbaban y hacían devolver los
ecos de todas estas ondas cañadas que había más abajo el San Fernando.
TERRIBLE
NOCHE
Apenas
habían transcurrido cinco minutos desde la última explosión cuando el cielo,
antes cubierto por brillantes estrellas, se fue cubriendo de un color
amarillento, desaparecieron las estrellas, reinaba un silencio profundo y todo
mi cuerpo experimentaba una especie de vibración.
Ante
aquel rápido cambio del panorama, sentí temor. Presentía que iba a suceder algo
catastrófico. Los compañeros nos mirábamos en silencio pero ninguno se atrevía
a preguntar lo que iba a suceder porque todos nos lo imaginábamos. A poca
altura sobre nosotros comenzaron a cruzar por aquel ambiente amarillento
estrellas de fuego semejantes a centenares de cocuyos volando y culebreando con
sus panales encendidos. Luego nos dejó oscuras la cegadora luz de un rayo que
cayó cerca de nosotros y el horrísono estampido, simultáneo al rayo, nos hizo
tambalear. La lluvia y el granizo se nos vinieron encima enseguida.
Afortunadamente no hizo huracán por qué de haberlo hecho es seguro que nos
barre de la roca donde estábamos y nos arroja al abismo. Nos metimos bajo la
carpa que estaba asegurada con lazos gruesos a las raíces del frailejón.
MONTAÑA ELECTRICA
Un
intenso bombardeo de rayos se derramó sobre el promontorio donde estábamos que
no era otra cosa que una montaña imantada de puro hierro. Estamos pues en la
punta de un pararrayos y en plena tempestad eléctrica. Por las aberturas de la
carpa podíamos observar toda la cordillera iluminada porque la intensa luz de
los relámpagos se sucedía sin interrupción. Espectáculo terriblemente dantesco
fue aquel.
Al
ver caer el rayo sobre la roca desnuda escuchamos el chasquido seco que hacía
enorme cráter. Lanzaba piedras arrancadas y simultáneamente se reventaba en un
surtidor de una multitud de tentáculos de fuego que se esparcían culebreando
sobre la roca y dejando señalado su paso en un profundo surco. Aquello era un
verdadero Sinaí. Así se debió poner aquel monte donde la majestad de Dios habló
a Moisés y le entregó los preceptos de su ley.
Algunas
noches que he pasado contemplando tempestades lejanas y entre
más fuerte la tormenta me ha parecido más grandiosa y más sublimemente bella. Pero
al experimentarla en el mismo Picacho donde se desató la tempestad descrita me
pareció un espectáculo espantosamente aterrador. Por sobre aquel cerro pasaban
globos de fuego del tamaño de un balón que eran de varios colores rojos,
verdes, azules y violetas. La contemplación de todo esto, si no hubiera sido
por el miedo que me tenía agarrotado, me hubiera parecido un espectáculo
divinamente bello. Pero en aquellas circunstancias aumentaban mi temor de que
alguno de estos globos estallar junto a nosotros y nos disolvieran en átomos.
Comprendí que tenía claras probabilidades de morir fulminado por una descarga
eléctrica y le dije a los compañeros era casi seguro que íbamos a morir.
Recemos al rosario para que la santísima virgen nos proteja. Lo entoné y todos
contestaron con gran devoción.
Cuando
terminamos de rezar también había terminado la tempestad. El cielo se fue
limpiando y las estrellas comenzaron a aparecer. La calma y la tranquilidad nos
aliviaron la terrible tensión y los nervios excitados. Pero aunque la violencia
de la tempestad cesó, sin embargo, la montaña quedó incendiada. De todas partes
se veían levantar penachos de llamaradas blancas, aunque no se veía humo. Era
que la montaña, debido a las descargas, estaba supersaturada de electricidad y
se estaba liberando de ella encendiendo fuegos de San Telmo. Después todo quedó
normal y en completa calma.
LA
CONSTANCIA
El
día siguiente del 17 junio fue muy esplendoroso. El cielo estaba limpio y las
montañas muy despejadas. Bajamos un poco de la cumbre para buscar madera con
que hacer una cruz y la plantamos en todo lo más alto.
Luego
me puse a escribir una relación en la que contaba que el día 16 junio de 1934
habíamos subido a ese cerro de San Fernando Antonio María Palacio, Antonio
Jesús Uribe y Horacio Muñoz. Anoté la altura de 3920 m y 3° sobre cero. Metí la
boleta en una botella, la tapé bien y la coloque al pie la Cruz. A continuación
me puse la estola, bendije agua y la esparcí en la Cruz cuyos brazos estaban
extendidos de oriente a occidente.
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