AERONAUTAS Y CRONISTAS

miércoles, 4 de septiembre de 2013

LAS DELICIAS (X)


LAS DELICIAS (X)

TESTIMONIO DE UN RESCATE DE COMBATE

Para el año de 1996 las Fuerzas Armadas habían sufrido varios descalabros de combate en el sur occidente de Colombia. De infortunado recuerdo, ente otros, se tienen los de la Hormiga. Puerres, Orito, Patascoy y Las Delicias.

El 30 de agosto de 1996, 415 terroristas del bloque sur de las Farc arrasaron por sorpresa la base militar de Las Delicias. Al cabo de un desigual combate, murieron 31 militares, 60 fueron secuestrados y 15 quedaron heridos de gravedad. Este es el testimonio vivido y narrado por el Mayor Ricardo Torres, copiloto del primer helicóptero militar que aterrizó en el lugar de los hechos.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando despegamos del Batallón Joaquín Paris en San José del Guaviare con rumbo a la población de Las Delicias en el departamento del Putumayo. Volamos en un Black Hawk de la Fuerza Aérea Colombiana. Yo era el copiloto de una tripulación de 4 personas que recibimos la orden de evacuar soldados heridos en combate.

Sobrevolamos durante dos horas y media sobre selva espesa, infinita y profunda. A la mitad del camino, nuestra cabina, que hasta ese momento vivió un ambiente fraternal y tranquilo, se fue quedando en silencio y se llenó de inquietantes secretos. La noche cayó sobre nosotros trayendo consigo un paisaje siniestro, tenso y enigmático, como preludio de acontecimientos fatídicos. Debajo, la jungla era cada vez era más primitiva e intrigante.
 

ANOCHECIENDO SOBRE LA SELVA

Después de recorrer 450 kilómetros llamamos repetidas veces: Ejercito, Ejército, de rotor... Ejército, Ejercito, de rotor... A la espera de una respuesta, imaginaba aquellos hombres tratando de sintonizar los radios cuando sintieran el rumor de nuestra nave. Lo único que escuchábamos era la lluvia de la estática atmosférica. El sistema de navegación marcó las coordenadas del pueblo justo debajo de nosotros, pero no podíamos verlo. Todo estaba oscuro. Hicimos varios giros, hasta que surgió debajo de una bruma densa, “Creo que es ahí!”, dijo el Capitán“. Miré y apareció un caserío desolado y destruido por la barbarie. Construcciones incendiadas, escombros, postes y cuerdas, formaban desordenada telaraña junto a pequeñas embarcaciones hundidas a la orilla del río.

Buscábamos un soldado, un campesino o alguna luz, pero nada apareció. Pensamos seguir hacia la base militar, el GASUR, más cercana, ubicada a 60 kilómetros sobre el río Orteguaza, pero no teníamos suficiente combustible en el depósito que alimentaba los motores. Era indispensable aterrizar en aquel pueblo fantasma donde los terroristas nos debían esperar o de lo contrario caeríamos en la selva. Pensamos en una emboscada preparada. Era inevitable entrar repeliendo posible fuego enemigo. Nuestra situación era crítica. En ese instante todas las posibilidades pasaron por la mente, desde la idea de arborizar, caer sobre algún cultivo ilegal o entrar en combate frontal.

Todas las alternativas eran peligrosas, pero el deber era llegar luchando contra el enemigo o contra el riesgo de un accidente para rescatar a los heroicos heridos. Descendimos a poca altura donde identificamos lo que parecían ser personas acostadas en el suelo y bultos en movimiento. Pensé que los habíamos sorprendido, aunque era raro que no se ocultaran. Eran soldados caídos valientemente y el movimiento era de cerdos salvajes husmeando en ellos. El comandante de la aeronave tomó las precauciones necesarias y ordenó alistar las ametralladoras.




VOLANDO TRAGADO POR LA SELVA

De inmediato, pusimos máxima disposición de combate, se posicionaron los escudos protectores de cabina y se desaseguraron las armas. Los pilotos con las manos sobre los controles de vuelo, los artilleros ajustaron los chalecos blindados y empuñando las ametralladoras con el índice en el disparador. Todos con los ojos buscando en lo profundo. Estábamos alertas, callados, con la adrenalina calcinando el miedo, el sudor escurriendo por el cuello y los corazones palpitando aceleradamente.

Muy bajos, las ráfagas de los rotores avivaban las cenizas, apartaban los árboles agitando las ramas, levantando hojas y polvo en diabólicos remolinos. El peligro era latente pero seguíamos vivos, ni un disparo ni explosiones ni gritos, nada. En vuelo lento, casi tocando el piso, el helicóptero se deslizaba, cual ángel de la noche explorando entre las ruinas de una antigua civilización extinta. Creí estar en un lejano asteroide en búsqueda de una patrulla perdida durante una fallida exploración espacial. Con las lámparas alumbramos las construcciones incendiadas, los rincones y las destruidas torres de los valientes vigías.


LA DESTRUCCIÓN

 La pegajosa humedad, con fétido y penetrante olor sepulcral, entró por las puertas de los artilleros. Era el vaho de los cadáveres que convertían el aire en irrespirable y nauseabundo gas. Nos invadió la desolación y el espectro de la muerte. En la plaza de armas, llena de cráteres por el intenso bombardeo, antes cancha para deportes, yacían 18 cuerpos: 5 incinerados junto a las trincheras, 8 caídos dentro de las ruinas y 5 ahogados en la orilla del río. Las víctimas de un cruento final.

El fuerte e inevitable viento de la máquina, agitaba a los heroicos patriotas inmolados pero no vencidos, inermes, cubiertos con los harapos del destruido equipo militar. Algunos, con los ojos abiertos en sus pálidos rostros, mostraban el último gesto de valor. Nos aproximábamos al tiempo que nos empeñábamos en detectar cualquier señal de peligro.

De repente, notamos ligeros destellos de luz titilando con suaves movimientos en la oscuridad. De inmediato detuvimos el vuelo pensando en el ataque frontal. Giraron las ametralladoras, quietud, máxima alerta y tensión con los nervios a punto de reventar. Solo el silbido de las turbinas y el golpe seco del rotor, pero no se escuchaban disparos.

Como sombras, surgiendo de tumbas, comenzaron a aproximarse siluetas arrastrando los pies y levantando los brazos en actitud de suplicantes zombis. Caminaban tambaleantes implorando ayuda. Cuando el potente chorro de luz del reflector del helicóptero los cubrió, aparecieron sus fantasmales figuras. Encontramos lo que habíamos venido a buscar desde el lejano Guaviare, de donde habíamos partido esa tarde, a muchas millas de distancia de la amazónica selva al oriente del país, sin saber lo que nos esperaba. Eran los sobrevivientes de la arrasada Base Militar de Las Delicias, sobre el río Caquetá. Parecían seres del otro mundo que solo el brillo de sus ojos lo negaba, porque el resto era igual: lodo, hilachas, sangre, sudor y lágrimas.

 

LAS RUINAS AL DÍA SIGUIENTE
Aterrizamos casi a las siete de la noche entre lo que había sido su albergue. Caminé hacia ellos y me sorprendió un Teniente médico de la Armada acompañado de un enfermero y 22 heridos. Había llegado antes que nosotros, subiendo por el río, desde la Base Naval destacada en la frontera con el Perú. Algunos, en estado grave, tenían no menos de 4 y 5 impactos de bala en distintas partes del cuerpo; otros intentaban caminar aunque solo conseguían arrastrarse.
Debíamos partir pronto, el enemigo podía estar acechando cerca. Unos acostados y otros sentados, pero al final no cabían todos en el helicóptero. Prioridad, se abordaron los más graves. Ningún soldado deseaba quedarse a la espera de otro vuelo y confundían al oficial con sus gritos de angustia. Era una situación inevitable así fuese dolorosa. Los menos afectados para después.

Mientras tanto, mi Capitán al mando del helicóptero, había abastecido la nave con los últimos 50 galones del combustible de reserva, que habíamos previsto llevar en un bidón auxiliar. Aceleramos los motores y despegamos mientras yo miraba por la ventanilla a quienes se quedaban por falta de cupo. En sus ojos se veía la angustia de tener que soportar el miedo de permanecer por más tiempo en el sitio. Volamos hacia la base aérea de Tres Esquinas.

En la cabina había un ambiente nauseabundo que emanaba de las heridas descompuestas que se mezclaba con el acre olor de la sangre y el sulfuroso humo de las armas que impregnaba sus cuerpos, empapados con el sudor causado por el fuerte calor tropical. Además de los lamentos y el negro abrazo de la oscuridad de un infinito espacio selvático. Era como estar en el infierno. Al instante perdimos de vista la diferencia entre el cielo y la tierra. Era el panorama de un mundo sin horizontes.


LAS TRINCHERAS. ÚLTIMAS DEFENSAS

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