ESTIMADO ICARO:
En 1980 construíamos
la actual Base Aérea de Barranquilla. Mientras tanto estábamos alojados
inicialmente en la Base Naval y, luego, en unas instalaciones improvisadas a la
cual llamábamos Base Aérea. Solo eran unas pequeñas e incomodas instalaciones.
Habían sido unos viejos talleres de mantenimiento de una empresa aérea de carga
que había quebrado y, someramente, se habían adecuado.
Un día aterrizó, de
improviso, un avión C-130 que hacia la ruta entre Miami y Bogotá trasportando
suministros. Para sorpresa nuestra, el piloto era un apreciado Coronel que, algunos
años antes, había sido nuestro comandante en la primera guarnición a la que nos
habían destinado después de nuestra graduación. Como jóvenes que éramos, nos
inspiraba mucho respeto, no solo por su alto grado, su porte de distinguido
caballero de blanca cabellera, sino por
la forma cordial como nos había acogido. Era un poco serio y solemne, pero
cordial y amistoso en el trato.
No teníamos previsto
su llegada y por ello no estábamos advertidos, lo cual se nos hizo extraño. Dispuestos,
tímidamente, a dar alguna asistencia, aunque a tan veterana y autosuficiente tripulación
no era mucho lo que podíamos ofrecer, nos interesamos por su llegada. Rota la
solemnidad y la prevención preguntamos en que podíamos ayudarlos. Nos
comentaron, más por satisfacer nuestra curiosidad que por necesitar ayuda de
personas tan jóvenes, en una unida militar sin caso ningún recurso técnico y
menos de ese nivel, que habían sufrido un gran susto mientras sobrevolaban el
Caribe. Y el lugar mas próximo a donde podían llegar era Barranquilla. Además querían
relajarse y tratar de encontrar la causa de la emergencia.
Durante el vuelo y faltando
como una hora y media para llegar al continente, un motor haba mostrado
inestabilidad en la potencia. Después de unos minutos de no pasar nada, repentinamente
tres, de los cuatro motores del avión, se había intentando apagar. La situación
fue de gran susto y pensaron que era factible que no lograran llegar. Sin
ninguna razón evidente, los motores continuaron normal. Habrían podido
continuar el vuelo pero querían hacer una revisión para tener seguridad positiva
de que eran confiables.
Después de analizar
y probar los sistemas no encontraron nada anormal. Para distensionar los
ánimos, ya que decidieron continuar a su destino, hasta nos pusimos a comentar
que serian efectos propios del enigmático Triangulo de las Bermudas o cosas de
brujería. En algo ayudó pero al prudente y solemne piloto, no pareció hacerle
gracia, aunque tampoco disgusto. Solo guardó adusto silencio. Ante esto decidí
entrar en tema mas serio.
La pobre nota de
humor simplón y poca gracia, era la manera para poder intentar hacer una hipotética
sugerencia, que podría caer también en una imprudente ingerencia de los elevados
analices de su refinada técnica. Y me lancé al charco. Pregunté, a manera de
opinión, si ellos habían drenado los depósitos de combustible para eliminar la
presencia de agua.
La respuesta
inmediata y con firmeza de convicción, pero sin reproche, fue de que esos
aviones por su diseño y por la moderna tecnología de sus turbinas no
necesitaban de ese procediendo. Que ellos nunca lo hacían por ese motivo. Me pareció
razonable y no hablamos más del tema. Pero una pequeña incertidumbre se me
quedó en la mente. Pensé que yo estaba más prevenido de lo justificado, ante
personas tan preparadas. Además, yo mismo, desde un principio, no creía con
firmeza que esa fuera la causa y que podría ser interpretada como una valoración
innecesaria de su impecable desempeño profesional.
Al comienzo de mi experiencia
de vuelo, yo tampoco daba suficiente importancia al drenaje. Después volé en
zonas de alta humedad y lluvia, como el litoral Pacifico. Allí me di cuenta de
la cantidad de agua que se condensa dentro de los depósitos en corto tiempo.
Hasta casi en cada parada de vuelo debía hacerse la purga, en especial en días
lluviosos.
Cinco años después,
siendo el encargado de la prevención e investigación de accidentes, en la Base Aérea
de donde era la flota de los C-130, se presentó el mismo fenómeno. Surgió
nuevamente el temor en las tripulaciones y los encargados del mantenimiento. No
podían aclarar la causa a pesar de extensas y muchas pruebas en tierra. Era mi
responsabilidad directa la de ayudar a encontrar la causa. Estando en los análisis,
recordé el episodio de Barranquilla. Como no tenía otras alternativas
razonables y ante la inquietud que me había quedado, enfoqué los esfuerzos en
esa dirección.
Estudiando los
procedimientos pude ver que los manuales mencionaban someramente el asunto. No
eran suficientemente enfáticos en la idea para cuando se volara en condiciones
tan extremas, como los de la selva amazónica o la chocoana, que es, posiblemente,
la mas húmeda y la de mayor pluviosidad del mundo todo el año. Lo establecen
como procedimiento no altamente mandatario por su baja factibilidad de riesgo. Como
realmente acontecía, pues nunca se llegó a apagar totalmente un motor por ese
motivo. Sin embargo, noté que, debido a esa atenuación, el procedimiento de hacer
frecuentes purgas a los aviones, se había interpretado como poco necesario y
riguroso. Con el tiempo hasta se olvidó por completo y se justificaba con la
respuesta de que la tecnología moderna había superado ese inconveniente
completamente.
Sin estar muy
seguro, recomendé recordar, en los cursos de repaso y de transición, enseñándolo
claramente, la conveniencia de ejecutar la purga de los depósitos. Al
inspeccionar los aviones también constaté que ya no tenían la pértiga, diseñada
para ese fin, que debía llevarse abordo como equipo auxiliar. Era un elemento
estorboso, de engorroso manejo y bastante desagradable cuando hacia bañar, en
combustible, al operario, cuando no se empleaba con cierta habilidad. Le habían
cogido fastidio y la mejor manera de evitar el procedimiento era retirarla de
abordo. Así podían sustentar que no se tenía el medio para ejecutar el drenaje.
Solución, la guardaron.
Se contentaban con
hacer drenaje de las partes bajas del sistema más no directo de los depósitos. Pensaban
que con eso era suficiente. Y como las pruebas en tierra siempre eran
infalibles y confiables no había nada que discutir. Debería ser asuntos de
técnica de pilotaje. Lo que no notaban era que en las pruebas en tierra, el
avión estaba quieto y por ello no había oleaje. Sin él, las tomas de
combustible para los motores, que están mas altas que los sumideros, no
aspiraban el agua decantada en el fondo mientras el combustible este en reposo.
Mas no quedé
contento. Debía saber si el agua provenía principalmente de, la filtración de
lluvia en vuelo o en plataforma o de la condensación interna, que son las causas
corrientes. Hicimos drenajes y salieron grandes cantidades de agua. Esos
volúmenes no eran razonables menos de la calidad del combustible. La única
alternativa adicional era que fuera del proveedor.
Verifiqué primero
que si estuviesen exigiendo la prueba química de humedad periódica y la del momento
de abastecer. La primera se hacia pero no era suficientemente religiosa por los
encargados del manejo administrativo del suministro. Además, cuando se hacia era
en los depósitos por parte de la empresa comercializadora, mas no en la boca de
entrega. El trayecto entre los tanques y el hidrante era responsabilidad del
usuario, según un acuerdo no explícito pero si adoptado por costumbre,
ambigüedad o simple ausencia en el contrato. Y el operario que abastecía, no la
ejecutaba a la salida del piso donde se conecta la manguera al avión. Así que
el largo trayecto entre los tanques del proveedor y el avión no era verificado.
Todos creían que con lo anterior era suficiente.
Pedí una prueba real
en ese punto y aparecieron las acostumbradas trabas burocráticas y administrativas,
que entorpecen la diligencia de lo operacional. Argumentaban que no podían
asignar esa salida de combustible a una aeronave que no ejecutaría un vuelo establecido
en una misión específica ni una prueba de mantenimiento real.
Ese combustible
tenia que ser desechado si no se ponía en un avión y por ello eso era delito de
peculado. Y que tampoco como drenaje porque ese lo hacía el proveedor en sus
tanques y no a la tubería nuestra. Mucho menos como evaporación porque era
demasiado lo que les pedía, 50 galones. Ni siguiera usarlo como combustible para
calderas porque nunca habían usado ese kerosene en ellas. Fue difícil convencer,
pero vencidos los obstáculos mentales, la hicimos y arrojó presencia moderada e
indeseable de agua. Y la cantidad todavía no explicaba tanta agua dentro de los
aviones.
Estando en esas maniobras,
observé que la válvula del drenaje de la tubería, que se encuentra en el árbol
del hidrante, que por ser del tipo “bajo suelo” no es muy visible, estaba muy
sucia y eso indicaba que hacia tiempo no se usaba. Pregunté al operario si la
usaba y no supo responder. Ni siquiera sabía que existía y nadie le había
enseñado, menos exigido el empleo. Él también se limitaba a conectar la manguera
y bombear, presumiendo que la calidad del comestible era de otros y era siempre
confiable.
Pedí otra para disgusto
de los encargados del combustible, pero por medio de la válvula de purga, que
tampoco sabían que existía. No fue necesario desperdiciar combustible. Lo que
salió fueron tantos galones de agua como para tener certeza de que a los
aviones llegaba primordialmente del sistema de suministro. Recomendé igual
instrucción a los responsables y los operarios, exigir el procedimiento y
cambiar las costumbres de no confiar solo en las pruebas del proveedor, sin
hacer las propias en el punto de salida del consumidor final.
La primera prueba
no había arrojo tan claros resultados porque fue una prueba de baja presión,
por no tener un recipiente cerrado que pudiera recibir un chorro sin causar
reguero. Además, debíamos observar la calidad del combustible en gran cantidad.
Por ello lo hicimos en un barril abierto con menos fuerza que solo arrastró
poca agua. Cuando se conectaba a un avión la manguera de amplio diámetro,
presión y alto caudal, aproximadamente 60 galones por minuto, arrastraba el
agua decantada en la tubería y la introducía directamente en al avión sin que
nadie se enterara. A eso se sumaba que los tripulantes no drenaban los
depósitos durante los vuelos.
Los sustos con la
inseguridad del vuelo se acabaron, las funciones de las tripulaciones se
mejoraron, las pesadas inercias del tradicionalismo administrativo se aligeraron,
las resistencias burócratas se modernizaron, las disculpas acomodadas se desvanecieron,
los equipos se emplearon mejor y las interpretaciones incorrectas de los
procedimientos fueron esclarecidas.
Yo también aprendí
a no hacer chistes flojos, en situaciones poco oportunas, a una tripulación veterana
y asustada. Y menos por parte de un pichón principiante que acababa de ser apenas
recién emplumado en el arte de volar.
En el modernismo de
la tecnología hay que confiar. Pero nunca para ignorar los viejos consejos, por
elementales que parezcan, sobre todo cuando las cosas indican que no marchan
bien.
Iván.
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